Independientemente de la creencia religiosa que profese el viajero (si es que a estas alturas hay alguna con la que se atreva a comulgar) Israel es un coctel de emociones que hay que descubrir a través de sus ciudades, tan diferentes entre ellas como accesibles entre sí.
Tel Aviv es la capital económica de Israel y la segunda ciudad más grande del país. Con sus restos de ciudad medieval y el clima mediterráneo que la abraza es lógico que la traducción de su nombre signifique “primavera” en el idioma hebreo. Todo luz y color, es el lugar idóneo para recalar y sobreponerse de la actividad religiosa que desprenden el resto de ciudades vecinas cómo, por ejemplo, Tiberíades, al noreste del país.
Conocida por ser la urbe que acoge al famoso mar de Galilea, Tiberíades es el lugar terrenal donde, supuestamente, Jesucristo obro una ingente cantidad de milagros junto a sus discípulos, como, por ejemplo, la multiplicación de los panes y los peces. Como narra la traducción bíblica de Reina Valera en el evangelio de Juan capítulo 6, versículos del 19 al 21:
19 Cuando habían remado como veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba a la barca; y tuvieron miedo.
20 Mas él les dijo: Yo soy; no temáis.
21 Ellos entonces con gusto le recibieron en la barca, la cual llegó en seguida a la tierra adonde iban.
Volviendo sobre nuestros pasos se encuentra la ciudad portuaria de Haifa, famosa por sus terrazas ajardinadas de Baha’ï y el santuario del Báb, característico por su cúpula dorada, similar a la del Domo de la Roca. Es una paradoja que el símbolo más representativo y fotografiado de la ciudad de Jerusalén sea el santuario musulmán coronado con una impresionante cúpula de color dorado. Es en Jerusalén, y más concretamente en la Ciudad Vieja, donde las piedras de la historia cobran vida propia y hablan a través de sus adoquines.
Fundada en el año 1.004 a. C. por el rey David, sus barrios esconden las variopintas culturas que proyectan los vecinos. Árabes, cristianos, judíos y armenios dan forma a este lugar mostrando su vida a través de las costumbres, las tradiciones y los conflictos.
La comida, el café o la arquitectura definen la personalidad de cada una de sus comunidades, por eso, cuando paseamos por las preciosas y restauradas calles del barrio judío es imposible evitar compararlas con la inquietante tranquilidad de la sagrada calle Ararat, ubicada en el corazón del barrio armenio, el mismo que se esfuerza por no desaparecer entre el eterno conflicto palestino-israelí.
Unas calles más abajo, el alboroto del barrio musulmán se superpone al repicar de las campanas del barrio cristiano y, paseando entre olores y sonidos, el viajero experimenta un cambio bidireccional desconcertante en este peculiar lugar. La mayoría del camino que transcurre por la vía Dolorosa (la calle que supuestamente recorrió Jesucristo con un madero a cuestas) se integra entre tiendas de recuerdos religiosos regentadas por musulmanes y cafetines que refrescan al viajero con agua bendita. Los gestos silenciosos son el reflejo más puro de la Ciudad Vieja y sus calles son la esencia de cientos de personas que se esfuerzan por convivir pacíficamente alejados de los gobiernos y sus arrogantes decisiones.
La escritora e historiadora británica Karen Armstrong estuvo ingresada en un convento de monjas durante siete años. Su experiencia religiosa fue el aliciente que la impulsó a estudiar gran parte de su vida las religiones, sus orígenes y contextos. Su libro, “Historia de Jerusalén, una ciudad y tres religiones”, es la descripción completa de un universo paralelo al occidental que narra las desavenencias entre los tres colectivos religiosos que conviven prácticamente unidos en el terreno y tremendamente separados en la mentalidad. Las conclusiones extraídas tras décadas de estudio desinflan el fundamentalismo religioso y empujan a los mortales predispuestos a un ejercicio de empatía colectiva como instrumento de acercamiento entre las personas fanáticas. De esta forma, asegura, “impediríamos el conflicto directo y abogaríamos por la práctica de la paz”.
El escritor Israelí Amos Oz encamina sus textos hacia la misma dirección. La opinión que tenía sobre su país de origen carecía de militancia y estaba cargada de pragmatismo, garantizando una literatura radiante de actualidad y alejada de los discursos repetitivos con los que otros escritores pretenden convencer a la población mundial de que el fanatismo religioso está, a todas luces, justificado.
Su visión narrativa sobre el conflicto que vivió en primera persona se escabulle de la política panfletaria encubierta con la que se llenaban la boca el resto de compañeros. En su libro, “Contra el fanatismo” el escritor ganador del Premio Nobel expresa ideas tan subjetivas como intencionadas: “No hay que elegir estar a favor o en contra de Israel. Hay que estar a favor de la Paz”. Y la paz es lo único que hace falta en este territorio. De todo lo demás, están sobrados.
El fin de semana pasado vivimos con esperanza el alto el fuego que le ha dado una tregua a los habitantes de ambos países y, en las imágenes que nos han llegado a esta otra parte del mundo, hemos visto una Gaza devastada por el horror: padres que se abrazan a la ausencia de sus hijos y niños huérfanos que se pasean por los recuerdos con los pocos enseres que han sobrevivido a los bombardeos. Que suerte tiene Israel de contar con una Cúpula de Hierro que los protege del horror.
En medio de una pugna de carácter irreconciliable como lo es este conflicto, cualquier persona que trate de mediar o empatizar con la causa es clasificada de traidora. Los francotiradores verbales no solo apuntan fino, sino que también saben disparar con precisión, instalando el silencio en cada casa y el rencor en la memoria. Señores lectores, busquen, investiguen, lean, porque la lectura es la única manera que tenemos de aprender a leer a los demás.