Todos los caminos llevan a Jerusalén

La luz se apaga cuando hablan las armas. El ombligo del mundo, ese que está observado por el apoyo estadounidense y sustentado por el silencio internacional, actúa amparándose en la abolición del terrorismo como único pretexto para oprimir a un pueblo sin resistencia.

En plena adolescencia, cuando mis amigas empezaban a derrapar con sus motos nuevas y amarillas, y mis amigos jugaban a ser Walter White en los laboratorios improvisados de sus casas, yo me dedicaba leer, entre sueños y linternas, las obras maestras que copaban el recibidor de mis padres.

En el micro mundo de la oscuridad literaria que se mecía debajo de mis sábanas descubrí el nombre del Profeta que dividió las aguas del Mar Rojo, la sabiduría que repartió el rey Salomón ante el egoísmo de una mujer insensible o la sensualidad reprimida que pregonaba a gritos El Cantar de los Cantares.

En el Nuevo Testamento, Israel se me presentaba como la tierra del Monte de los Olivos: con aroma a rapa, angustia y sudor (de sangre, ni más ni menos). Los pasos del protagonista de la historia danzaban desde Galilea a Cafarnaúm, y yo me recreaba (y todavía lo hago) con el sonido que salía de mi garganta cada vez que pronunciaba despacio el nombre de estas ciudades eternas.

La angustia que manchó las paredes con sangre inocente estaba ligada a la ciudad de Belén, donde nació el famoso Niño, mientras que la Nazaret bíblica guardaba un paralelismo con mi barrio por estar ambas saturadas de diferentes polvos. Las aguas del Jordán eran cristalinas y milagrosas: un remanso purificador en medio de la calurosa persecución.

Los discípulos con sandalias de cuero pregonaban nuevas religiones y las mujeres ocultas bajo sus pañuelos de algodón no pasaban desapercibidas a los ojos de los hombres, por muy divinos que estos fueran.

Las localizaciones por las que el pueblo judío danzó durante siglos fue lo que más me impactó de aquellos libritos que contaban su historia y, a día de hoy, imaginarme en los escenarios de mi lectura es lo que me sigue atrapando de la literatura: el continuo movimiento de la gente que habita entre sus páginas.

La situación sobre el terreno bíblico que relata este fantástico y extenso libro ha cambiado sobremanera. La tierra que un día conquistó Jesucristo a golpe de melena es ahora un reguero de sangre y opresión que se ha transformado en una zona profundamente desigual. No es fácil enfrentarse a la Jerusalén actual.

En palabras del escritor, periodista y corresponsal Mikel Ayestaran, la ciudad “impone su pasado milenario durante el que ha sido conquistada, destruida y reconstruida una y otra vez. Abruma por su carácter sagrado para judíos, musulmanes y cristianos: una reverencia que se respira y se sufre en las callejuelas que, en pocos minutos a pie, conectan la explanada de las Mezquitas con el Monte del Templo, el Muro de las Lamentaciones, y el Santo Sepulcro de la ciudad Vieja”.

Mikel pasó cuarenta días seguidos en Gaza, hasta que los israelíes permitieron la salida segura de la ciudad en un convoy de autobuses. Una retirada humillante que le obligaba a recordar las noches en las que, durante los continuos bombardeos, se refugiaba en el cuarto de baño envuelto en el colchón como armadura.

Su libro, “Jerusalén, Santa y Cautiva” (Ediciones península, Abril 2021) es un relato que roza la equidistancia y camina sobre un alambre de acero entre las experiencias vividas y el pragmatismo estudiado. No es fácil para un cristiano agnóstico rodearse de tanta devoción interesada.

Siempre me he imaginado paseando por los lugares santos que leí de pequeña sabiendo que, en el momento de pisarlos, los convertiría en una experiencia cargada de misticismo y emoción. Hoy, ese paseo me parece lejano, casi imposible, porque mis ilusiones sueñan con un Oriente sin fronteras internas ni visados.

Entre la resistencia y la opresión, los gobiernos destruyen las esperanzas de los de dentro (y también de los de fuera) y si solo fueran las ilusiones ya nos encargaríamos los extranjeros de construir nuevas torres dentro de nuestros delirios, pero los datos hablan cuando suenan las sirenas y vuelan por los aires edificios civiles cargados con material escolar y medicamentos.

La luz se apaga cuando hablan las armas. El ombligo del mundo, observado por el apoyo estadounidense y sustentado por el silencio internacional, actúa amparándose en la abolición del terrorismo como único pretexto para oprimir a un pueblo sin resistencia.

Señores lectores, de nada sirve tirar de la memoria si el presente está cargado de rencor. Ese dicho tan famoso de que “todos los caminos llevan a Roma” es falso. Todos los caminos llevan a Jerusalén.

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