Una mampara de cristal separa a los tres acusados de pertenencia a organización terrorista y presuntos colaboradores en los atentados que tuvieron como escenario Barcelona y Cambrils del resto de asistentes de la sala. Si uno fija la mirada en la retransmisión del juicio, al cabo de un rato, la mampara se vuelve casi imperceptible. Y digo casi porque de vez en cuando el destello de un gesto espontáneo de algún miembro del tribunal quejándose de las dificultades para comprender a los que están al otro lado del vidrio, nos recuerda que Driss, Said y Mohamed están aislados.
Pero esta gruesa mampara de cristal infranqueable, colocada con motivo de la celebración del juicio, no es la causa del aislamiento de los miembros de la célula. Hace varios años ya que estos chavales ripollenses, hoy sentados en lo que parece ser una pecera, perdieron el contacto con la sociedad que les vio crecer. Por aquel entonces no había ninguna separación física. Sin embargo, se había erigido una barrera mucho más rígida y que no era otra que un proceso de radicalización yihadista que condujo a estos chicos a experimentar un cierre cognitivo.
No es casualidad que todos los miembros de esta célula, formada por cuatro parejas de hermanos a las que se suma Houli Chemlal, fuesen adolescentes o jóvenes adultos. Todos, a excepción del que parece haber sido el agente radicalizador, el imam salafista de Ripoll y fallecido en la explosión de Alcanar, Abdelbaky Es Satty.
Si bien es cierto que no se puede, y no se debe, dibujar un perfil específico de aquellos individuos que experimentan un proceso de radicalización yihadista, ya que se trata de un fenómeno multifactorial, se podrían identificar algunos factores que cuando están presentes aumentan las posibilidades de que se desencadene. Uno de ellos es la edad.
La adolescencia juega un papel importante en la conformación de la identidad del individuo y en la expresión de personalidades y pensamientos fanáticos. Se trata de un proceso vital angustioso por naturaleza, de desarrollo personal y social, de experimentación y de autoaceptación. Es en este momento donde se produce también la consolidación de una personalidad, una identidad y un pensamiento propio.
Algunos de los miembros de las mal llamadas “segundas generaciones”, entendidos como individuos que o bien han nacido o han crecido desde una edad muy temprana en el país de acogida, atravesarán un estado mental roto. El sentimiento de agravio, de exclusión de la sociedad a la que pertenecen y a la vez el desconocimiento de la de origen puede desembocar en un sentimiento de no pertenencia y en una profunda crisis de identidad.
Es en este momento de apertura cognitiva en el que el joven se plantea su lugar en la sociedad y se muestra receptivo a nuevos discursos y estímulos externos, y podría aferrarse a su ascendencia para encontrar un grupo del cual sentirse parte. Se trata de un periodo en el que la personalidad de los adolescentes y jóvenes adultos se caracteriza por ser especialmente permeable, esponjosa y porosa. Es también en este instante cuando puede ser sacudida por visiones del mundo y discursos que no se habían planteado previamente. El riesgo reside en la aparición de una figura, como la de Abdelbaki Es Satty, que ofrece respuestas simples y absolutas a una búsqueda errante de identidad y de pertenencia. Cuando los jóvenes asumen una base doctrinal radical como respuesta a cuestiones vitales, huyendo de la sensación de ambigüedad y de inseguridad que antes experimentaban, se produce el cierre cognitivo.
Al contrario que el proceso de ósmosis a través de una membrana permeable, tan necesario para el correcto funcionamiento de la célula, en el pensamiento fanático no existe ningún intercambio con el exterior. El cierre cognitivo impide cualquier discusión que pueda poner en riesgo la nueva concepción radical del mundo.
Este cierre fue la primera mampara, invisible como la del juicio para casi todos, la que se alzó entre unos chavales cualquiera de la comarca del Ripollès y el conjunto de la sociedad. Esos chavales de vestimenta occidental que aparecen en los vídeos, como cualquier otro joven, desean tras su blindada mampara ideológica el infierno para los que estamos en las antípodas del salafismo yihadista. Un odio extensible también a toda comunidad musulmana que, como la de Ripoll, profesa un islam moderado. Son los mismos que en la noche del 17 de agosto quemaron sus pasaportes como símbolo de lealtad al autoproclamado Estado Islámico y como significación de la renuncia a una identidad de nacimiento o a una nacionalidad propia. Los que utilizaron un pañuelo rojo para sembrar el pánico en el paseo marítimo de Cambrils en honor al guerrero Abu Dujana, el protector del profeta, como símbolo de su disposición a morir.
La participación de estos jóvenes en la perpetración de los atentados del 17 y 18 de agosto, así como de otros muchos individuos europeos que han iniciado un camino de lealtad al EI sin retorno, plantea muchos retos a nuestra sociedad. No se trata solamente de retos securitarios, sino también de cuestiones socioeconómicas que nos ayuden a comprender por qué tres años después de estos terribles atentados siguen cristalizando estas mamparas entre nuestros jóvenes.