Opinión

Anguita, dignidad contra el sistema

Carlos Quílez, entrevistando a Julio Anguita, en 1988 | PEDRO DAMIÁN
photo_camera Carlos Quílez, entrevistando a Julio Anguita, en 1988 | PEDRO DAMIÁN

Me dijo un día mi gran amigo José Antonio, a quien a pesar de mi padre y de su madre, llamamos «el negro» por su color de piel aceitunado sin necesidad de baño solar que, «lo importante, lo esencial en el ser humano, es la dignidad. Yo no quiero ser guay; ni siquiera, ser buena persona ni alguien de quien la gente se sienta especialmente orgulloso. Yo sólo quiero ser digno».

Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque el retazo de esa conversación no es posterior a 1990.

Hace algo así como dos o tres años, tomaba cerveza en una de esas mesas de mármol añejo del bar Colón de mi pueblo con mi amiga Laura. Laura es la alcaldesa de Montcada i Reixac (Barcelona). Joven, vibrante, comprometida y trabajadora, esta militante de Iniciativa per Catalunya (IC) ha hecho del servicio público una forma de ser.

Aquel día, Laura me llamó al orden cuando yo, en plena disquisición, llevado por el empuje de la cuarta cerveza y la indignación de vivir desde la atalaya periodística las bajezas de la vida con excesiva proximidad, le dije «todos los políticos son iguales: sucios, interesados, mentirosos, en definitiva gente de la que no te puedes fiar ni para ir a tomar un café».

Laura no me lo consintió. A pesar de ser una mujer dulce —extremadamente dulce en la formas—, me espetó, enfurruñada y expeditiva, que eso no era cierto, «que no todos son, somos iguales».

Y como suelo hacer cuando alguien que me importa me dice cosas que no comparto, pensé en ello. Y no tardé en ver que, efectivamente, ella tenía razón. Para empezar, Laura no es como los demás. Y no lo digo, créanme, por mi evidente cercanía personal e ideológica, sino porque, efectivamente, también hay otros políticos de partidos y orientaciones bien dispares de los que, sin duda, puedo decir lo mismo: Xavier Pomés (CDC) o Montserrat Tura (PSC), por ejemplo. Les conozco, y ellos también dignificaron y dignifican la política.

Dignidad, decía por boca de su extraordinaria inteligencia mi amigo «el negro». Dignidad.

Ha muerto Julio Anguita, de quien mi amigo, el sabio, D. Manuel Gómez Landero, exguardia civil, nada sospechoso de cojear cerca de los precipicios de la izquierda, me dijo un día de no hace mucho que Anguita, «estando a años luz en lo ideológico, está muy cerca de mi, porque se le nota que es un hombre digno» Y si, D. Manuel, en esa materia, sabe de lo que habla. 

Ha muerto «el Califa», Julio Anguita. Demasiado trote para ese corazón apasionado y golpeado por una vida contracorriente y contrasistema.

Le entrevisté por primera vez en 1988, en La Llagosta (Barcelona). Yo era un chaval (como se puede ver en la foto adjunta, realizada por el maestro Pedro Damián) y, ya entonces, tuve la sensación de estar ante un tipo de unas extraordinarias tablas políticas, un tipo de los que escasean, que era honrado pero, además, lo parecía y lo demostraba. 

Se mueren los mejores, dicen los viejos sabios (menos en el caso de «Billy el Niño», añado yo). 

Anguita va a dejar un vacío en la decencia política de este país que alguien tendrá que llenar. Hablaré de ello con Laura para que me dé nombres. A mí, hoy sábado, cuando escribo estas líneas, confinado, viendo la lluvia caer como si ese agua fría y tozuda fuera un castigo o la macabra premonición del apocalipsis a la vuelta de la esquina, no se me ocurre ninguno.

Si siguieras con vida, te votaría, Julio. No solo por tocar los cojones a quienes los tienen hinchados de impunidad, sino para exigir transformaciones en esta injusta sociedad y para no conformarse, solo, con un plato de lentejas. Ese era tu mantra y ese tu sínodo. ¿Es utópico? Visto lo visto, me quedo con la utopía. ¿Cómo no hacerlo, si la realidad política es desoladora en Catalunya y en Madrid?. 

La realidad es una mierda. Y sin Anguita, una mierda algo más indigna.

Comentarios