
Hace ya muchos años (casi demasiados), un buen amigo mío, subinspector de la Brigada de Información Antiterrorista de Barcelona, me citó en el bar de costumbre para pasarme una exclusiva: antes de una semana iban a «reventar» un inmueble situado en el barrio de la Barceloneta que, según sabían, era un piso franco del GRAPO usado en, al menos dos ocasiones, por Manuel Pérez Martínez, el camarada «Arenas» que, por aquel entonces, era el comandante en jefe de la organización terrorista.
Recuerdo que pregunté a mi amigo sobre el motivo por el que se había decidido, en aquel momento y no antes o después, irrumpir en el piso, ya que llevaba meses bajo secretas vigilancias y se tenía la certeza de que estaba desocupado.
Así eran —son— las cosas
No recuerdo su respuesta al respecto, pero sí que me vaticinó que no encontrarían armas ni munición ni explosivos; «alguna revista pornográfica, recortes de prensa y un par de libretas manuscritas, quizá, por el propio camarada ‹Arenas›». Tanta concreción, me mosqueó.
«¿Y cómo lo sabes?», pregunté con la ingenuidad con la que se han de preguntar ciertas cosas a ciertas edades. El subinspector me miró, sonrió y me respondió: «porque ya entramos hace dos meses, sacamos todas la huellas y fotos de lo que nos pareció interesante y salimos sin dejar rastro.
Mientras, vamos analizando el material obtenido, y aguardábamos a que a algún liberado de la banda le diera por refugiarse allí». Y añadió: «Visto lo visto, creemos que eso no pasará. Creemos que el piso está ya ‹quemado›». Y así fue. Nadie acudió y la Policía, «oficialmente», tras la preceptiva orden judicial, asaltó el piso y no encontró ni armas ni munición y sí algunas revistas pornográficas y dos libretas manuscritas.
Todo se mueve. Nada cambia
La Policía, hace solo 25 años, hacía estas cosas.
Hoy, sabemos que algunos policías, a los que llaman «patrióticos», como el excomisario, Villarejo, y su troupe, han seguido haciendo cosas similares —si no peores—, para obtener información con el agravante —si cabe— de que, además, lo han hecho para enriquecerse vilmente, pasándose por el arco del triunfo la legalidad vigente y el decoro profesional intrínseco e indispensable para un servidor público, en un estado de derecho.
Da para una novela
Pues bien, sirva lo anterior de antesala para informarles de que, el pasado viernes, unos desconocidos, aparentemente ladrones, irrumpieron en el despacho del abogado de Carles Puigdemont y Quim Torra, y exletrado de Sito Miñanco, Gonzalo Boye, situado en la calle Pilar de Zaragoza, de Madrid. Lo pusieron patas arriba, para que quedara claro que habían estado allí.
No solo eso, horadaron con una lanza térmica una caja fuerte que se encontraba escondida, empotrada en los bajos de una escalera —caja fuerte que estaba vacía—, buscando o haciendo creer que buscaban algo de relevancia, que se me antoja, puestos a elucubrar, de mayor valor «político» que «económico».
Por no llevarse, ni se llevaron los ordenadores —aunque bien es cierto que sí hurgaron en el servidor— ni siquiera los 300 euros que el letrado guardaba en un cajón de su escritorio para cumplimentar cualquier eventualidad.
Todo, muy extraño y entrelazado
Raro, el asalto a un despacho que ya fue objeto de un registro policial el pasado día, 21 de octubre, en el marco de las diligencias por un presunto delito de blanqueo que se siguen contra Boye, por parte de la Audiencia Nacional.
En aquella ocasión, los policías solo parecían interesados en los teléfonos móviles y soportes electrónicos del conocido abogado. El oficial, el del día 21 de octubre pasado, también fue, como digo, un registro raro. Mi amigo el subinspector —ya jubilado pero en absoluto desenganchado de la actualidad ni de los quehaceres de sus antiguos compañeros de fatigas—, establece concomitancias sospechosas entre ambas situaciones.
El narco que todo lo pudre
Como ya publicó este medio, la del subinspector se alinea con las tesis que relacionan a Sito Miñanco —encarcelado y pendiente de juicio por narcotráfico— o a su circulo de influencias, con las diligencias de investigación por blanqueo contra Boye. «Estate atento», me dijo el policía, «ante el escrito de calificación del fiscal contra Miñanco».
Ésta y otras fuentes consultadas coinciden en que, en realidad, en el registro «oficial» del día 21 de octubre se buscaban datos o indicios de las conjuraciones de Boye con sus clientes Puigdemont y Torra, antes que indicios de un blanqueo de capitales atribuible al letrado que, dicho sea de paso, según fuentes de la propia Fiscalía, está cogido con pinzas.
«Me da que la llave del despacho del abogado, la encontró la Policía en Galicia», remata mi amigo, como quien dice sin decir.
Yo pongo la música; ustedes, la letra
—«¿A qué te huele, pues, el asalto no identificado del pasado viernes en el despacho de Gonzalo Boye?», pregunto al subinspector.
—«¿No se llevaron nada?», me responde, con esta pregunta.
—«No, nada, nada relevante», le digo. «Mucho ruido, mucho desbarajuste, pero no se echó nada en falta».
—«Si no se llevaron nada, entonces es que fueron a ponerle algo», espeta el veterano policía en un tono magistral nada disimulado.
De nuevo, me vi obligado a claudicar ante mi ingenuidad para repreguntarle: «¿Ponerle algo? ¿Micrófonos, cámaras, escuchas…?» Y él respondió: «O lo que fuera que un día convenga encontrar».
Tras unos segundos en silencio a dos voces, que yo utilice para ordenar las ideas, dijo con naturalidad y sin hacerse el importante:
—«Y esto va así, después de 25 años. Los objetivos cambian; los métodos, menos”.
—«¿Y si se trató de una actuación intimidatoria?», pregunté, aun bajo la cobertura del silencio a dos voces que yo utilicé para ordenar las ideas.
—«Es posible. O es posible que lo hiciera el propio Boye. Me dicen que ese tío es capaz. Aquí, todo el mundo juega sus cartas, a veces, sucias», sentenció el veterano investigador.
—«Ya —de nuevo mi ingenuidad pero, esta vez, algo alicatada—, como novelista, me lo creo todo y te lo compro todo, pero un autorobo con lanza térmica es demasiado para mi. Vosotros, sin embargo —no pude fingir más ingenuidad y le miré a los ojos—, vosotros lleváis pistola y placa oficial y eso, aun da cobertura para casi todo».
—«Sí, querido Carlos», sonrió. «Han pasado 25 años y veo que ya lo empiezas a entender. En la guerra, se permite todo».