
Me encanta este oficio. Me encanta descubrir lo que la gente que despreciamos trata de esconder. Me encanta explicárselo a quien quiera leerme, oírme o verme.
Sin embargo, ¡qué ingrata puede llegar a ser esta profesión!
Estamos siempre en el ojo del huracán, sometidos al escrutinio que importa (el de la opinión pública, que es a la que nos dirigimos), y al otro, al escrutinio de personas no siempre bien intencionadas.
Verán. Logré unas declaraciones exclusivas de Dani Alves (poco antes de ser encarcelado por un presunto delito de violación), y eso ya me situó ante los ojos de los malintencionados como “amigo” o “defensor” del investigado, cuestión con la que he de apechugar, por estúpida o falaz que sea. Por lo que parece, la entrevista no fue un mérito, sino un demérito a pesar de que toda la prensa intentó infructuosamente lo que yo tuve la suerte de conseguir.
A vueltas con el ‘caso Alves’, con mi habitual torpeza, expliqué en cuantos medios colaboro que las imágenes que de forma fragmentada demuestran la secuencia de lo que pasó antes y después de que Alves y la víctima permaneciesen en el baño de la discoteca… “no parece que, aparentemente, sea una conducta propia de una mujer presuntamente subyugada primero, y violada, después”. Eso, sumado a que un empleado de la sala declaró a los Mossos – ellos nunca lo desmintieron – que el episodio del lavabo había durado menos de un minuto, hizo que la sensación que trasladé fuera de cuestionamiento de la versión de la joven víctima. Y, asumo mi torpeza. No es la primera vez que me equivoco, ni será la última.
Aventurar cuál debe de ser la reacción “razonable” de una mujer que dice haber sido víctima de algo tan atroz como una agresión sexual es temerario. Una mujer violada tiene el derecho a comportarse como le salga del alma herida tras tamaño atropello y esto último, (créame que lo pienso en consciencia) no lo añadí en mis alocuciones. Efectivamente, no fui cuidadoso, pero tampoco mal intencionado. Ni pretendía prejuzgar a la víctima, ni defender a nadie (ya lo harán como buenamente puedan, y sepan, los jueces y fiscales).
Estoy y he estado siempre con las víctimas. Desde el medio que dirijo, eltaquigrafo.com, y desde mi papel activo en Antena3, La Sexta o TV3, siempre he apostado decididamente por primar el papel de la víctima (la gran ninguneada de la crónica periodística) con el único objetivo de menguar el dolor sufrido o tratar de evitar que se reproduzca. Esto ha sido y es así. Y los insultadores de la red lo deben de saber. Aunque mucho me temo que, a pesar de saberlo, algunos reincidirán en sus vocacionales insultos. Esta es la ingratitud de este hermoso oficio, y hay que tener la espalda ancha y la moral de hierro.
Este artículo no es una justificación de quien tiene remordimientos por algo de lo que ha informado. Lo he escrito ante el desconsuelo sufrido por un montón de gente que me quiere y que se hacía cruces al ver el veneno de algunos mensajes inyectados en la red a modo de vilipendio. Créanme, lo necesitaban ellos más que yo. Mañana con un salivazo en la palma de las manos, seguiré picando piedra
Pero la descarnada critica sufrida, los insultos y la ligereza con que se ha tratado mi trabajo por algunos (no pocos) asiduos opinadores en las redes sociales, resulta triste. La opacidad que confiera la red permite la cobardía más vil.
Una buena forma de obviar lo meritorio, o de ningunear al prójimo al que se endivia por algún espurio motivo, es ensuciar el suelo por donde pisa. Lo sé y lo he vivido un montón de veces es estos más de 30 años de crónicas de la mala vida. Pero insisto, la moral de hierro. Lo siento por la gente que me quiere y que sabe que, ni en esto ni en nada, nunca derramo mala intención. Treinta y tantos años de oficio y siempre aprendiendo. No hay otra fórmula. Mientras, al otro lado de la calle, que ladren los perros, me ayuda a cabalgar.