
Resultaría mucho más fácil decírtelo que escribírtelo. Pero, ya ves, te has ido corriendo, a destiempo, sin apenas darnos cuenta, y no me queda otra.
Luis, tu muerte ha sido un hachazo tan estentóreo que la herida que ha provocado a muchos nos empezará a doler dentro de algún tiempo. Casi te diría que te has ido como has vivido: sigiloso, prudente, sin llamar la atención, sin molestar, con determinación. Sin trampa, ni cartón.
Se ha muerto un guardia civil, uno de esos que confieren al cuerpo ese áurea de romanticismo casi mitológico. Se ha muerto un servidor público que, además, era honrado y, por encima de todo, digno.
Sí, Luis, el honor era y es la bandera de tu profesión; pero la tuya, la tuya personal ha sido y es la dignidad.
¿Cuántas veces me retiraste de la espalda cuchillos envenenados? ¿Cuántas veces me aconsejaste y me dijiste aquello de “cuídate mucho Carlitos de las malas compañías”? ¿Cuántas veces te pusiste de ejemplo para que yo entendiera de una vez cuál es el único camino a seguir por estrecho que éste a veces pareciera?
Me decía tu hija, emocionada mientras te velaba con ese amor indubitado, que no había llegado tu hora. Que no te tocaba aún. Y tiene razón. ¿Cuántos consejos, miradas y experiencias precisa aún esa chiquilla? ¿Cuántos consejos aún preciso yo, Luis?
Nos has dejado huérfanos de vida por labrar, pero plenos de tu presencia silenciosa, como lo era tu mirada, que va a perdurar entre los que te conocimos porque, como diría mi padre, lo digno no caduca, ni requiere de celofán, ni de pamplinas.
Luis, te dejaste la salud en el camino. Aquellos atracadores te quisieron muerto, pero tú, que los viste venir, no te dejaste torcer. Ahora la muerte se ha colado por la cerradura y te ha cogido desprevenido.
Estés dónde estés, seguirás siendo ese maestro que enseñaba sin ni siquiera ser consciente de ello. Ese amigo que siempre estuvo cuando se le necesitaba.
Luis este artículo es un humilde homenaje, pero también es una necesidad tardía y torpe de escribirte lo que nunca supe decirte.