
Lo grave de mi torpeza no es la confusión, es la ligereza.
La pasada semana, cayó en mis manos el video de un tipo desnudo que corría despavorido por la calle empedrada de una pequeña localidad asturiana. La cámara del móvil de un aburrido, chafardero y confinado vecino lo grabó todo. «Todo» incluye a la patrulla del Cuerpo Nacional de la Policía (CNP) que dio el alto al corredor antes de ser detenido y sacado de circulación.
Visto lo visto, el vecino, la red, los palmeros de lo friki y un servidor dimos por buena la posibilidad de que ese tipo desnudo fuese un amante en retirada tras la irrupción en el catre de la lujuria clandestina del marido de su amada que, como pasa en las películas, ha llegado a casa antes de hora cuando, efectivamente, no se le esperaba.
La pereza, la torpeza, el seguidismo de las corrientes informativas que fluyen de Facebook (y de las que, paradójicamente, tanto abomino) y la maldita ligereza que a veces me acompaña en esto y en otras vertientes de la vida, me llevó a difundir ese video a través de los distintos canales periodísticos en los que trabajo sin asegurar, pero sí dando a entender (y con cierto regocijo y patético cachondeo), que se podía tratar del amante de la esposa de un cornudo que les había pillado de marrón.
La ligereza y una estupidez profesional que no me perdono, me llevaron a saltarme un paso indispensable e ineludible: el contraste. La duda en la que tanto milito y que tanto preconizo. La duda como bandera del periodista cuyas gafas tienen siempre que ver más allá de lo fácil.
«¡Qué bien que se lo va a pasar mi audiencia!», debí de pensar, aunque no lo recuerdo y no lo hago porque, probablemente, ni siquiera lo pensé.
Aquel tipo desnudo interceptado por la cámara del vecino aburrido, chafardero y confinado y, más tarde, por una patrulla de Policía, no era un amante clandestino que había salido de naja, ni siquiera un naturista despelotado con ganas de juerga ni un pobre ciudadano al que un mal ciudadano le acababa de robar la ropa. No, nada de eso. Se trataba de un joven desequilibrado, un enfermo mental que huía le los demonios que su mente enferma situó detrás suyo en aquella carrera a ninguna parte. La Policía no le detuvo. No fue una actuación represiva. Fue una intervención humanitaria que acabó con aquel pobre joven trasladado al hospital.
Un enfermo, Carlos, un enfermo. ¡Buf!
Tampoco he confirmado esta segunda versión porque, en realidad, me quiero castigar con ella. Las bofetadas, a veces, sobre todo cuando son oportunas, resitúan y despiertan más que duelen. No la voy a confirmar porque, sin saberlo, sé que es cierta. Me basta con haberlo oído a una experto en seguridad en la tele que, al parecer, sí lo confirmó.
Pido perdón a la familia del joven y a todos aquellos a los que engañé con mis graciosillas suposiciones no confirmadas.
Nadie me lo ha exigido. Ni si quiera me lo han pedido. Pero, a veces, la vida pone ante uno las oportunidad de avergonzarse de sí mismo. Y no hay que desaprovechar la ocasión. Pido perdón y doy las gracias por poder hacerlo.