
Hubo un tiempo en el que los periodistas que se encargaban de eso que a mí me gusta llamar las noticias de la Mala Vida, se colaban en los despachos de los comisarios y rebuscaban en sus cajones y papeleras mientras no eran vistos. Hubo un tiempo en el que ostensibles paneles de corcho salpicados con recortes de prensa sobre exitosas operaciones policiales presidían las paredes de las oficinas de los grupos operativos de investigación.
Hubo un tiempo en el que la información policial y judicial tuvo algo de romántica. Los jueces perdían poco tiempo en aparentar. Los abogados se emborrachaban con ellos, los policías con los abogados y los fiscales, y siempre tan estupendos, observaban el contubernio con ganas de participar, pero con pocas ganas de que se supiera.
En ese fangal siempre aparecía la figura de un periodista. Solía ser un tipo demasiado amigo de todos ellos y de cada de uno por separado. Pero esos gacetilleros, que hoy serían calificado de frikis desde el púlpito que utilizan aquellos periodistas que no saben un carajo de esta profesión, pero que hacen de la crítica al prójimo una forma de evitar ser criticados, eran tipos que sabían de lo que hablaban y escribían porque conocían desde dentro los entresijos de lo que se cocía, y eso les hacía poseedores de una autoridad moral suficiente para opinar, discutir con su superiores, juzgar y posicionarse, si convenía o se terciaba, de un lado o del contario.
Yo soy discípulo de aquella generación con la que no trabajé, pero cuya escuela se mascaba en los cuarteles, comisarías y juzgados de guardia que yo conocí hace 35 años.
Entonces, la cosa iba de la siguiente forma: eras tu fuente y tú. Si te la trabajabas como era debido, ella, por ti, se lo jugaba todo por casi nada; y tú, gracias a esa extraordinaria generosidad, te abrías camino en el oficio con mayor y mejor empaque.
“Explícamelo todo y luego dime que es lo que puedo publicar y qué no. Pero explícamelo todo. Eso es lo que has de conseguir de tus fuentes”, me dijo un día, siendo yo un chaval, el veterano y malogrado periodista, José Martí Gómez.
Hoy la prensa se ha vuelto (o la han vuelto) dócil.
Hoy la policía usa más medios en identificar a aquellos polis (policías nacionales, guardias civiles y mossos d’esquadra) que pendonean con la prensa que va por libre, que en investigar a algunos delitos comunes.
El poder político con el paso de los años ha interiorizado que, efectivamente, la información policial y judicial es material sensible. Muy sensible. Y se han lanzado a su blindaje y control, a través de férreos gabinetes de comunicación y en investigaciones, a veces selectivas y otras aleatorias, para saber qué gallinas se salen del gallinero para poner los huevos fuera de su control.
Eso hace muy meritorio el trabajo de muchos compañeros y compañeras que en esa hostil coyuntura nos regalan de vez en cuando informaciones en exclusiva y que escuecen a quienes las tratan de esconder. Pero, junto a eso y en su contraposición, el poder juega sus cartas bastardas a base de maniobras encubiertas, dinero indirecto, caramelos aparentes, pero envenenados, “noticias sólo para ti”, y otras prebendas golosas con las que nos tientan y que no son más que pan para hoy y hambre y desazón para el periodista, mañana.
Por suerte, los que amamos esta profesión y encontramos en las historias de la Mala Vida los rescoldos del verdadero periodismo, sabemos que antes, ahora y en el futuro, el poder que ostentan esos tipos con carné es efímero, aunque pueda ser especialmente dañino y despreciable mientras lo ejercen desde sus atalayas.
Juegan sucio. Nosotros, los románticos, insuflémosles irreverencia y acidez corrosiva.
Será que me hago mayor o… será todo lo contario. Sea como sea, atisbo que nos lo vamos a pasar muy bien desenmascarándolos.
¡Compañeros leña y más leña es lo que se merecen y lo que nos garantizará el respeto que merece este oficio! Recordad, transcurrida una semana de gripe, habremos crecido un centímetro.