
Mal negocio ha hecho Pedro Sánchez. Generoso, rozando la candidez. Situar a Manuel Marchena como presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo (tras pactarlo con Casado), por mucha mayoría de jueces “progres” en las vocalías del Consejo que se ha ofertado a cambio, ha sido dar mando en plaza a uno de los activos más furibundos del aznarismo judicial, del anti catalanismo (no sólo el independentista) y del abrigo a lo que Iglesias llama “la casta”.
El PP se frota las manos mientras contiene la risa. Efectivamente, Marchena es miembro de “la casta” y durante estos años ha tejido en la sombra, desde su atalaya como presidente de la sala segunda del Tribunal Supremo, una extraordinaria red de influencias en la judicatura y también en distintos ámbitos sociales incluidas altas instancias periodísticas.
Marchena sabe lo que es mandar e influir. Pero ahora, además, puede sacar lustro a sus galones mientras en un pañuelo de seda, arrulla la llave de ese calabozo que se llama España.
Los dictámenes y resoluciones de la sala que ha presidido han superado por la derecha a los argumentos jurídicos esgrimidos contra los imputados en el “procés” por el duro de Llarena. Por lo tanto, que el totum revolutum de los jueces sea desde ahora Marchena es, sin duda, más de lo mismo pero peor para los independentistas.
Lejos quedan aquellos tiempos en los que, en La Cerdanya, a los pies del pirineo de Girona, en casa de un renombrado e imputado ex conseller de CDC, se reunían políticos, empresarios, abogados y jueces de todo perfil y de variopinta calaña para festejar el aniversario del anfitrión.
Eran fiestas de verano, con pedigrí, donde se pasaba lista para ver quién estaba y quién no. Todos muy distinguidos y cordiales como aquellos invitados a la fiesta del embajador del anuncio de bombones. El desenfado, el contubernio y la desvergüenza culebreaban entre vinos catalanes y embutidos de la comarca servidos en bandejas de plata.
Lo que se llegó a hablar, negociar, pactar o silenciar en estas fiestas, queda allí. Pero algunos de los que allí estuvieron, explican que políticos convergentes imputados o en el disparadero aprovechaban para limar asperezas, recabar información, en fin, para de mirar de abrigarse, entre vino y bull, ante esas tormentas que a la anticorrupción, la UCO o la UDEF, de vez en cuando les da por desplegar.
Hay quien dice que resultaba patético ver a políticos salpicados por corrupción y con la banderola de un independentismo sobrevenido compadrear con los jueces convocados y conniventemente agasajados con la mayor de las hospitalidades autóctonas.
Entre vino y bull (luego se servía el champagne, -francés, por supuesto-), se producían-dicen- escenas antológicas, similares o idénticas a las que protagonizó Don Vito Corleonne durante la fiesta por la boda de su hija. En la Cerdanya, Don Vito llevaba toga. Los que se arrodillaban, reverenciales, llevaban el soplido premonitorio de un fiscal anticorrupción en la nuca.
Dicen que Marchena era uno de los habituales de aquellos jolgorios.
Eran otros tiempos para el pre independentismo burgués. Nada era tan radical como ahora. “La casta” era –y sigue siendo-, transversal y usaba varias banderas, pero entonces no había reproches.
Dicen que cuando fue a los saraos de La Cerdanya, Marchena comió, bebió, y, en justa correspondencia, se dejó querer.
Ha pasado el tiempo y algunos árboles robustos se han desfoliado.
Marchena ha tratado ahora a aquellos “siniestros” burgueses pre independentistas como lo que parecen: tipos volátiles, timoratos, desconcertados y pecaminosos atiborrados de un vino y un bull que nunca pagaron. Marchena tampoco pagó. Hoy, sonriente, saca lustro a sus galones gracias a Pedro Sánchez.