
Me encontraba con mi esposa, también médico especialista en neuropsiquiatría, y con algunos amigos pasando unos días de vacaciones en la zona de Olot (Girona). Aunque paseábamos por los bosques próximos, lo que más nos agradaba era caminar por las calles del pueblo. No recuerdo con exactitud si fue el segundo o tercer día cuando, a la caída de la tarde, nos tropezamos con un grupito de chavales adolescentes con dos chicas también de la misma edad. No sé si eran una “banda” o tan solo un grupo de amigos.
La conversación entre ellos era bastante ruidosa. Nos llamó la atención el tono en el que se hablaban. Uno de los chicos se enfrentaba a gritos contra otros dos del grupo. Le echaban en cara que lo hubiesen expulsado del colegio por hacer novillos. Con cierta discreción, aunque no demasiada dificultad por la fuerte voz con la que hablaban, seguimos su conversación.
Pudimos apreciar que tenían un escaso interés en los estudios. Este desinterés había derivado en un cierto fracaso escolar y en una actitud de abandono. La actitud negativista de los chicos conlleva a un riesgo de evolución hacia un trastorno que puede derivar en una personalidad de carácter antisocial asociado a una, muy probable, agresividad más elevada en los varones que en las chicas.
Nosotros seguíamos sentados en un banco del paseo, muy cerca del lugar en el que conversaba aquel grupo de chavales. En un momento dado irrumpió en la escena una señora muy ansiosa, con aire de preocupación. Se dirigió al chico inquieto que más gritaba de entre todos ellos para que abandonase el lugar. Vivían a escasos metros de donde estábamos sentados. Los seguimos con discreción mientras aquella mujer, paciente y amable, se lamentaba. Cuando llegaron al domicilio y el muchacho entró en casa, retuvimos muy cuidadosamente unos momentos a la señora. Le pedimos hablar con ella en privado, sin que su hijo estuviese presente en la charla. A ella le pareció bien.
Dos días más tarde nos entrevistamos con ella en una cafetería tranquila en la que ella misma nos citó. Nos dijo que se sentía perdida. Según decía, lo había dado todo por ese hijo tan deseado. Lo había criado sin castigos, con mucha comprensión y tolerancia. De niño se lo había dado todo, nunca le había faltado de nada. Al revés. Todo lo que el chaval le pedía se lo había dado y se había adelantado, incluso, a sus deseos.
Sin embargo, con el paso del tiempo y la llegada de la adolescencia, el temperamento del niño se había transformado. Se había convertido en un chaval poco atento, impulsivo y exigente. Aunque la madre estaba convencida de que no había estado metido en ningún delito ni relación sexual con alguna amiga de su edad, su tendencia a aproximarse a grupos delictivos le preocupaba. Su marido, sin embargo, se había desentendido de la conducta del niño. Pero ella no, ya lo había intentado todo.
Sin embargo, la hipervigilancia, irritabilidad y retrospección pueden contribuir a la agresión cuando los jóvenes se sienten amenazados. Generalmente también fracasan en el aprendizaje. Además, en los casos en los que toman algún tipo de sustancia, algo que suele ser bastante habitual, tienden a no decirlo. La corrección educativa, familiar y escolar es curativa pero requiere de planificación, atención y conversación.
Aún siendo un adolescente, se le debe valorar como persona y exigir tolerancia, disciplina y esfuerzo. En definitiva, construir una pauta para crear en el joven una situación de necesidad que nos permita negociar con él.