
Cuando era un joven estudiante organicé una huelga en el colegio para quejarme del código de vestimenta y casi me expulsaron, aunque al final mi padre consiguió que la turba no me arrollase. Tras un trimestre portándome como se esperaba de mí uno de mis profesores escribió en mi boletín de notas: “Paco ha aprendido el concepto de la palabra humildad”. Y hoy, treinta años después, vuelvo a aprender a fuerza de golpes el significado de una palabra: “tedio”.
Martes. 9.30 horas. Asisto a mi segunda sesión del juicio BPA. El día previo he publicado un artículo sobre la influencia del narcotráfico en las instituciones andorranas y parece que me he convertido en un visitante incómodo. Es algo que no me extraña desde que hace años observé a un hombre mayor, casi anciano, separar su mano de una joven meretriz en cuanto entré en un restaurante. Me reconoció y creyó, de forma absurda, que le estaba siguiendo, algo que me generó una sacudida de ternura que todavía siento al ver a gente que reacciona incómodo ante mi presencia, como hoy al sentarme en último banco de la Sala Magna del Tribunal andorrano. La mirada de los acusadores de la causa BPA me hace entender que ayer les fastidié su romance de estraperlo. Me siento como si los hubiese encontrado con una amante o con la puerta del cuarto de baño abierta. Con todo, agradezco que no se me impida la entrada o cosas peores como las que algún abogado apuntó en cuanto leyó mi artículo. “En este país puede pasar cualquier cosa así que protégete. Si juzgan a veinticuatro tíos por nada son capaces de detenerte porque no les ha gustado tu artículo, aunque sólo hubiese contenido una única palabra y fuese «guapos»”.
Pero volvamos al juicio que para eso estoy en Andorra. El presidente del Tribunal, Enric Anglada, inicia la sesión puntual y alguien le advierte que no funciona el sistema de apertura de puertas. Llaman a seguridad y es, finalmente, el propio magistrado quien se levanta para solventarlo. Pasa frente a mí. Educado, me saluda con una sonrisa, arregla el desaguisado informático y vuelve a su asiento. Me pregunto si ese guiño significa que va a poner fin a este teatro con una sentencia absolutoria, algo que caería por su propio peso si se estuviese juzgando en una democracia y no en la dictadura democrática de las poderosas familias de banqueros de tercera generación que aparecen en varios capítulos del libro que estoy preparando sobre este narcoestado. Espero que este año ninguno de mis hijos quiera esquiar en Andorra.
“Comenzamos la sesión de 25 de octubre de 2022. Tiene la palabra el ministerio fiscal. Ayer nos quedamos… en la página 29.966”, dice Anglada. El Fiscal General levanta la mirada de sus papeles y asiente. Algo pasa. Silencio. Rebusca en su ordenador y, tras pedir perdón por su incompetencia informática, comienza a escucharse la voz monocorde e insustancial del Fiscal General a través de unos altavoces que parecen una avispa acercándose a un micrófono. “Vamos al folio 38.608”. Y así dos horas. Pregunta tras pregunta, sin respuesta. Luego segundos de silencio y vuelta a empezar. Nadie le dice nada. Y es entonces cuando echo de menos al Rey Emérito mandando callar a Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. Pero Enric Anglada, tras su pelo cano y las gafas en la punta de la nariz, parece escribir, oculto por la tarima, su propia biografía. ¿No hará nada? ¿No le pedirá a este señor que se calle o que al menos traiga las preguntas algo más hilvanadas? “Si va al folio 9600 parece que…” y cinco segundos después su voz vuelve a retumbar: “si va al folio….”. Así es la causa BPA, el proceso del tedio, el proceso que se mantiene, de forma ficticia, con la acusación particular del Gobierno andorrano. El día de la marmota. Porque el concepto del tedio es Alfons Alberca, el Fiscal General de Andorra.
No entiendo lo que ocurre. No comprendo porqué nadie pone fin a este esperpento, a este ridículo teatro cuando uno de los abogados me mira a lo lejos y me sonríe. Parece que no estoy solo y alguien se siente cómo yo frente a la retórica del aburrimiento. Es entonces cuando me acuerdo de todo lo que me han contado sobre los fiscales, policías, jueces y demás personajes de La Colmena andorrana que daría para una nueva novela de Camilo José Cela a caballo entre Izas, Rabizas y Colipoterras y la Familia de Pascual Duarte. Es esa nueva historia del narco que no les expliqué ayer. Una historia de narcos, empresarios catalanes y andorranos. Una historia que guardo en mis moleskines junto a una copia manuscrita de un papel donde se detalla la operativa de blanqueo de capitales en un banco español, con sede de Andorra.
“Nos tomamos un receso”, dice Anglada como un fumador tras un vuelo transoceánico. Y la voz de Alberca desaparece, pero su eco queda. Cierro el ordenador, cierro mis libretas y cuando una persona me da uno de mis libros para que se lo dedique escribo: “Espero que esto acabe pronto con una absolución”. Me escabullo para volver a Barcelona. Esta tarde me reúno con un ex agente de la DEA americana. Parece que algo se está moviendo contra el poder del narco que mueve los hilos de Andorra.