
El documental arranca con el testimonio de una de las víctimas acompañado de un latido hipnótico. En la pantalla se muestra, a modo de coordenadas sobre un fondo negro, un estudio visual de los objetivos. Periodistas, disidentes, defensores de derechos humanos, activistas en general. Nombres y la frecuencia y forma de los ataques recibidos. Durante los veinticinco minutos que dura el corto, varias víctimas cuentan lo que han vivido y sus consecuencias psicológicas, entre otras. Todo ello conducido por el genial Brian Eno, quien crea una atmósfera musical inquietante y sobrecogedora. “Es como tener a alguien sentado en tu mente”, dice uno de los entrevistados.
El nombre del documental es Terror contagion, de Laura Poitras, y la investigación es de Forensic Architecture. El tema es la cibervigilancia del grupo israelí NSO Group a través de su programa Pegasus y el abuso de poder y vulneración de derechos humanos por parte de esta corporación y los gobiernos, algo que conocemos bien aquí y que sucede ya en varios países del mundo, como en México, líder en teléfonos infectados. Pese al aumento de denuncias, esta compañía sigue actuando impunemente.
En la era del miedo masivo, hace tiempo que la cibervigilancia es un arma más. Este malware, creado, en teoría, con el objetivo de combatir el terrorismo y la delincuencia y que sólo se vende a gobiernos, es una de las tecnologías más avanzadas que se conocen, lo que hace que sea muy difícil detectarla.
El procedimiento de infección, no obstante, es sencillo: uno entrega el control de su dispositivo sin darse cuenta con apenas abrir un enlace recibido o al descargar un archivo cualquiera. También, simplemente, al recibir una llamada y descolgar. Pero en general el control suele darse a causa de los fallos en la seguridad de aplicaciones como Whatsapp o Facetime y sólo con recibir el mensaje o la llamada el teléfono ya queda infectado. Una vez esto ha sucedido, el programa puede hacer de todo, desde activar la cámara y el micrófono hasta abrir el correo electrónico o acceder a la geolocalización.
Los gobiernos de todo el mundo, por tanto, lo tienen más fácil que nunca para llevar a cabo una vigilancia masiva, que es por definición indiscriminada y choca frontalmente con el derecho a la privacidad y la libertad de expresión. Y en España, si alguien sospechara de haber sido vigilado, poco podría hacer para exigir que se repararan los daños sufridos: el secretismo del CNI, la falta de control y supervisión y la ley franquista de Secretos Oficiales lo impedirían. A todo esto, no está de más recordar que el deber de un Estado democrático es el de proteger a sus ciudadanos, también, de la vigilancia ilícita.
El Gobierno debe hacer lo que recomiendan los organismos internacionales de derechos humanos y hacer que los servicios de inteligencia sean supervisados e investigados en todo momento, ya sea por mecanismos parlamentarios o internos. Cualquier otra opción supondrá la asunción tácita de que los derechos básicos no son tenidos en cuenta. Y la injerencia injustificada y desproporcionada en la vida privada puede tener efectos devastadores.
Pegasus es un peligro para la libertad individual y los derechos de los ciudadanos, pero lo es más aún la falta de control de quienes lo emplean.