Opinión

Los culpables

Las elecciones en Castilla y León del pasado domingo 13 de febrero, en que el partido xenófobo y racista de Vox pasó a jugar un papel clave en la formación del gobierno de la región, son solamente un motivo más por el que enrojecerse de vergüenza al hablar de la de política y, por extensión, de la democracia en nuestro país.

Concretamente, el partido de extrema derecha se hizo con entre el 15 y el 20 por ciento de los sufragios en 8 provincias, además de alzarse como el partido más votado en 80 localidades de las 2.248 totales. Esto significa que de tener 1 diputado han pasado a tener 13 en Las Cortes, además de 212.605 votos, que son 136.892 votos más que en 2019. En el momento de escribir estas líneas, las condiciones impuestas por Vox para formar gobierno con el PP comprenden, entre otras, la derogación de la ley de memoria histórica o la de violencia de género.

Apenas unos días antes, el semanario británico The economist, que elabora un índice anual acerca de la calidad democrática de cada país, rebajó a España a la segunda división de las democracias al clasificarla como “defectuosa”: “una bajada de 0,18 puntos en la valoración de España ha sido suficiente para que España sea apartada del grupo de democracias plenas”, aseguraba la revista. Si bien es cierto que este empeoramiento en la puntuación tiene su motivo en el tema de la indepencia judicial, no cabe duda de que el ascenso de Vox bien podría ser otro de los motivos con los que sustentar esta redefinición y contribuir a seguir bajando puestos a pasos agigantados en el escalafón.

Llegados a este punto, cabe preguntarse por qué la formación de ultraderecha ha llegado tan lejos en la región, algo que vale para el conjunto del Estado. La desafección generalizada, las promesas incumplidas de otros partidos o la caída del PSOE son algunos de los motivos. Pero los artífices de este ascenso, además de los votantes convencidos, son los ciudadanos que les han dado su voto porque no ven “alternativa”.

Y es que hay quienes afirman que han votado a Vox sencillamente porque no saben a quién hacerlo, una formulación tendenciosa que les exime de abrazar sus principios porque, según ellos, no hay otro partido en quien confiar. Es cierto que quizás no lo haya, pero obrar así es de cínicos. Como tantos españoles, yo también me he decepcionado con ciertos partidos políticos a los que he votado en el pasado y no por ello he terminado apoyando a un partido ultracatólico, xenófobo, racista y misógino “porque no había nada más”, mucho menos justificándolo. El votante de Vox es o bien muy consciente de lo que hace o inconsciente del todo, lo cual es, con toda probabilidad, peor. Porque una cosa es el desencanto con los partidos tradicionales (o no tan tradicionales) y otra muy distinta entregar tu papeleta a quienes desprecian todo lo distinto a ellos y ganan adeptos a golpe de demagogia, odio y falsedades.

Conocemos el perfil del militante de esta formación: casi siempre alguien simple, resentido, con miedo a lo diferente, sin profundidad, sin mundo. Pero el votante casual o primerizo es el de alguien que no entiende el poder devastador que puede tener su voto, lo que lo convierte también en alguien muy peligroso.

Sin embargo, no son, en mi opinión, los únicos culpables. Los otros responsables de este ascenso meteórico son aquellos que conforman el altavoz mediático del que han disfrutado. Vox ha llegado donde ha llegado gracias, en gran medida, a los programas pertenecientes a grandes medios de comunicación que han hecho posible que tuvieran su espacio incluso en hora punta y que su mensaje llegara lo más lejos posible. Pienso en esto y a mi mente viene una imagen que ya podría catalogarse de icónica: la de Pablo Motos y su lamentable entrevista-masaje al líder de Vox Santiago Abascal en El Hormiguero, uno de los programas con mayor audiencia del país. Enhorabuena a quienes lo han hecho posible.

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