
Vaya por delante lo siguiente: en la era del petroterrorismo y la crisis climática y de recursos, la nueva ética ha de señalar como mala persona a aquel que consume en exceso cosas materiales prescindibles o superficiales. Si además es alguien que gasta en algo mucho más de lo que ese algo realmente vale, es también alguien peligroso, pues contribuye con su capricho inconsciente a hinchar las burbujas de los precios, a deformar la realidad.
Pocas cosas más peligrosas que otro rico sin escrúpulos u otro tonto que acaba de aterrizar en el país del dinero. La semana pasada robaron al futbolista del Leipzig Dani Olmo un reloj de pulsera valorado en treinta mil euros en Valencia. Uno lee la noticia y no puede creerse que haya gente tan desalmada en el mundo, y no hablo solamente, queda claro, de los ladrones. ¿Cómo puede alguien gastarse esta cantidad en un aparatito que sirve para dar la hora? ¿En qué momento preciso uno pasa de ganarse holgadamente la vida a ser otro tonto con dinero, otro nuevo rico en el parque de atracciones de los objetos ilimitados?
Uno comienza a ganar mucho dinero y automáticamente entiende que debe gastárselo en cosas materiales, porque el dinero está para eso, y si se tiene, pues se ha de hacer, y hacerlo pagando precios desorbitados, que quede bien claro que puedo comprar algo tan caro porque pertenezco a un selecto grupo de gente superior. Y cuando uno juega en ciertas ligas, no basta con algo muy caro, sino que ha de ser algo vergonzosamente desproporcionado, algo “exclusivo”, es decir, algo que excluya a los que son incapaces de llegar a mi nivel y que me distinga. Y sin embargo, es más que probable que esta conducta no obedezca a un complejo de superioridad, sino a una proposición basada en la simplicidad más ramplona, la de alguien muy limitado que no se ha planteado demasiadas cosas en la vida: tengo mucho, pues gasto mucho.
No hay que ser un genio para deducir que el grupo de alimañas que le robaron (salvo que sean extremadamente pobres) no emplearán lo que saquen por el reloj en asegurarse una estabilidad financiera que les permita vivir sin presiones durante un tiempo, un tiempo durante el cual poder existir tranquilamente y encaminarse hacia una vida mejor o realizarse como personas, sino que, como buenos humanos, se lo chutarán codiciosamente en vena antes de volver a lanzarse a la calle, donde seguirán lanzando miradas lujuriosas en dirección al reloj de la siguiente víctima potencial que se encuentren, soñando con todos los placeres que podrán comprar con la tajada que saquen. ¿Es la pulsión consumista un rasgo definitorio de lo humano o una consecuencia ineludible de vivir en la sociedad del espectáculo? No tengo la respuesta. Sí sé que, al menos en Cataluña, con la actual legislación, tan laxa con los robos “menores” y los reincidentes, este hurto no tendrá castigo real.
Hace rato que sabemos que valores como la austeridad, la sencillez y la frugalidad son cosas que no se llevan, modelos de conducta nada cool. Sólo hace falta ver videoclips de música urbana para presenciar el veneno que se es instilado lentamente en las mentes de las generaciones jóvenes o lo que se gastan algunos futbolistas, por ejemplo, en comprar cosas, algo que no importaría tanto si no fueran los ídolos de muchos chavales, cuya aspiración en la vida quizás termine siendo la de ser rico y no la de ser bueno y útil y dejar un mundo mejor. Ser ricos para comprar muchas cosas. Ser ricos para poder presumir de ellas. En la dictadura del consumismo, la resistencia es la austeridad; en un mundo con cada vez menos recursos, despilfarrar es de mala gente. Y esto vale para cualquiera. Por cierto, ¿sabían que muchos ganadores de premios grandes de lotería terminan arruinados poco después? La simpleza del ser humano es enternecedora.
Te robaron algo que te pertenecía y tienes derecho a reclamar, a indignarte, a enfadarte, a comprarte otro aún más caro para que se te pase el disgusto. Pero si eres tan tonto como para gastarte decenas de miles de euros en un simple reloj de pulsera, de verdad, mereces que te lo roben.