
Hay ciertos tipos de personajes que solamente pueden darse en España. Villarejo, esa suerte de Torrente más aseado, pero también más siniestro, excomisario meticuloso y probable bebedor, es uno de ellos. Policía nacido y crecido en la España en que todo valía, el hombre de la grabadora es uno de los máximos exponentes de esa calaña sin escrúpulos que hizo fortuna y ganó influencia negociando con todos y chantajeando a todos, desde comerciantes de armas a ministros, empresarios o periodistas merced, entre otras cosas, a su ascendencia en los inamovibles cuerpos de policía surgidos de la putrefacción franquista.
Situado oportunamente en el lugar adecuado en las redes de intereses, no dudó en llevar a cabo todos los encargos turbios necesarios y recabar información que pudiera serle útil en algún momento futuro, grabando constantemente a figuras relevantes de todos los ámbitos. Este tipo y tantos otros (no olvidemos que no es sólo Villarejo, sino un entramado complejo formado por políticos, otros policías, empresarios, etc.) son los artífices de que hoy parezca normal que un Estado espíe a sus adversarios políticos (Operación Cataluña, por ejemplo, impulsada por el gobierno de España) o que, sencillamente, personajes tan repulsivos ostenten este poder y esta influencia en un Estado en teoría democrático y tenga a más de uno con el ay en el cuerpo cuando se nuevos audios suyos ven la luz.
Ya que no podemos saber más ni cambiar nada, hablemos, al menos, de la dimensión mediática del asunto: me refiero al debate ético que surge inmediatamente acerca de la exposición pública de aspectos de la vida privada de aquellos que han sido grabados, algo que vale para este caso como para cualquier otro. Es decir, del periodismo, sus valores y su código deontológico.
Porque, si la información que contienen las distintas grabaciones son valiosas desde el punto de vista de la importancia para un caso concreto, ¿queda justificada la exposición de aspectos de la vida privada de la persona en cuestión? ¿O, por el contrario, los medios han de establecer un filtro a la hora de hacer públicas las conversaciones privadas en todos los casos? De ser así, ¿Dónde está el límite de la intimidad, dónde hay que aplicar este filtro, qué es de importancia y qué no y cómo dictaminarlo?
El debate, aunque interesante, no es nuevo: desde la irrupción de la prensa rosa, que no respeta la intimidad pero que supone cuantiosos beneficios monetarios, hasta la explosión de las redes sociales y la competencia feroz entre medios para hacerse un hueco entre la audiencia, sumado a la propia crisis del gremio, el dilema entre la necesidad de alcanzar ciertos objetivos de público y la ética personal del periodista ha pasado a estar presente en su día a día. ¿Publicar qué? ¿Publicarlo cómo? ¿Qué dejar fuera, cómo llegar al máximo posible de gente?
Mi opinión al respecto es clara: lo importante aquí ha de ser la verdad. Por tanto, el interés público responde como justificación última si se difunde la vida privada de alguien, especialmente si este individuo goza de relevancia social o política, siempre que la noticia sea veraz. Para esto, eso sí, es necesario llevar a cabo un trabajo meticuloso antes de hacer públicas según qué cosas, pues incluso quienes se mueven en estos mundillos y urden conspiraciones o encargan negocios turbios tienen derechos y familiares que no tienen culpa de su conducta. Recordemos que no han sido pocos: la lista va desde Alicia Sánchez Camacho o María Dolores de Cospedal hasta varios funcionarios y dirigentes de policía.
El caso de Antonio García Ferreras, por citar uno reciente, es de manual: alguien que, gracias a su gran poder mediático, con toda probabilidad influyó con sus decisiones en los resultados de las elecciones de 2016. En este caso, el valor de esa información está muy por encima de su derecho a la intimidad, es decir, de que una conversación privada no vea la luz. Paradójicamente, que él aceptara presentar las acusaciones sobre Iglesias es un síntoma más de la mala salud del periodismo en este país. No hay que olvidar que lo que sabemos (lo poco que sabemos) es porque hay un excomisario que, quién sabe si por venganza o por otro motivo, ha decidido que era el momento de hacerlo público, no porque se nos haya querido informar de lo que sucede o este mal periodista haya querido rectificar. Un lanzamiento de migajas informativas orquestado por una parte interesada, en definitiva.