Opinión

El día que Petros Markaris me miró con su ojo bueno

El escritor griego Petros Markaris pertenece a esta generación de jubilados que es incapaz de retirarse de su trabajo. Éste, lejos de asediarlo diariamente, es un estimulo que lo empuja a continuar expandiendo su saber estar, su cultura y su sabiduría. A sus 82 años, es un joven viejo que sigue mostrando entusiasmo por todo aquello que hace y que está ligado, principalmente, a la literatura.

La radiografía, tan frívola como precisa, que el dramaturgo, traductor y periodista hace sobre la situación (presente y pasada) de su país, nos acerca a un escenario marcado por la crisis económica, el desempleo y los constantes e incesantes desahucios (¿les suena de algo este canción?).

Los lectores de sus historias, que hacemos de los problemas de los griegos los nuestros propios, agradecemos la interpretación que hace de la realidad y la exposición altruista que muestra de su conocimiento. Petros Markaris se manifiesta, por encima de sus múltiples características, como un gran oyente, cualidad que parece incompatible con la enfermedad que padecen la mayoría de los escritores: el ego.

Si, señores, tan cojonudo para el que lo padece como achicharrante para el que lo soporta, el ego está presente en el aura que envuelve a escritores, periodistas, editores y entes del mundo de la farándula literaria en general.

Se hace infumable permanecer en una conversación donde el intercomunicador desprende a raudales grandes dosis de altivez y soberbia que mitigan el mensaje final y amplifican el vago conocimiento cultural que esconden. (Dime de qué presumes y te diré de qué careces).

Señores que lo padecen, un mini consejito de una modesta lectora: bájense de la nube, muchas veces podríamos ser nosotros quienes diéramos lecciones formativas y no lo hacemos por educación y empatía.

El último fin de semana de Agosto, el peculiar escritor Petros Markaris visitó la localidad de Cubelles con motivo del Festival de Novela Negra que allí se celebraba. Cuando tuve la oportunidad de hablar unos segundos con él, lo único que me importaba trasmitirle era lo extraordinarias que me parecen sus historias y lo asombroso que es el personaje de Adrianí, sobre el que se habla sorprendentemente poco.

Sobre la mujer del comisario Kostas Jaritos recae el bienestar familiar y los problemas económicos y, con su experiencia vivida y su ímpetu vital, es capaz de afrontar todo tipo situaciones que se plantean en el hogar. Una matriarca griega en toda regla que acierta con todas y cada una de las afirmaciones, conclusiones y sentencias que le propina al gobierno y a sus lacayos.

En este monólogo me encontraba, haciendo esfuerzos por no cansar al pobre Petros mientras firmaba mis libros (seis en total, señores) cuando sus cabezazos de asentimiento cesaron y me miró fijamente (con su ojo bueno, ese con el que analiza las desgracias ajenas).

-. Le voy a decir una cosa que nunca me han preguntado, señorita.

Mi cara, un poema: por lo de señorita (efectivamente) y por el exclusivón, que, aunque no lo fuera, yo sentí así. Ante la expectativa de sus palabras, el escritor recoge su boca con las dos manos, se acerca a mi posición por encima de la mesa y suelta con una voz apenas audible:

-. Esa señora que a usted le gusta tanto y que yo en un día bauticé como Adrianí es, en realidad, mi madre.

Petros Markaris se echa hacia atrás en su silla con aire triunfador, sabe que acaba de cometer una travesura y ha salido impune. Entrecierra los ojos (los dos) con orgullo, satisfacción y una sonrisa. De las amplias. Como solo él sonríe y continúa:

-.Y cuando pienso en todas las desgracias que ha pasado mi país siempre imagino que diría mi madre al respecto y lo escribo como si fuera Adrianí. Ya se imaginará usted quien es mi personaje favorito y en quien vuelco todas mis ilusiones, frustraciones y desdichas. Ella es la clave para entender el mundo de Kostas Jaritos y para entender, al mismo tiempo, a la sociedad griega.

Dios mío. Lo sabía. Sabía que este hombre escondía algo e intuía que era bueno, pero no tanto. Mis cejas seguían fuera del campo que abarcaba la montura de las gafas. La boca se me descolgó (solo un poco) y vi como, el escritor griego al que tanto admiro, que tantas noches me ha acompañado y que tanto me ha hecho padecer con sus historias, me devolvía el interés con una simple frase. Humilde y sincera.

Mi gratitud, señor Markaris, no tuvo límites, aunque mis palabras no supieron expresarlo en ese momento con el énfasis adecuado.

Y es que, a eso aspira un lector cuando conversa con un escritor al que admira: a que, independientemente de la posición social que ocupe y de los millones de libros que haya vendido, todavía sepa distinguir cuando una persona le habla de la literatura con ilusión. Y a que la respuesta a esta utopía sea sin prepotencia, ni soberbia, ni altivez.

Me despedí de él con un apretón de manos. No tenía tanta confianza como para darle un abrazo.

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