
Seguir el juicio del mayor Trapero es tanto como comprobar el grado de indecencia al que son capaces de llegar la España de hoy y su sistema judicial.
Hace ya algunos años que finalicé mis estudios, de Derecho, primero, y de Publicidad, después, y les puedo asegurar que haber optado profesionalmente por la segunda opción, no solo fue un acierto, desde el punto de vista personal, sino toda una premonitoria decisión.
Algunos de los colegas de mi promoción que ejercen actualmente de abogados, procuradores, fiscales o incluso jueces, y con los que aún mantengo contacto, sienten hoy, en muchos casos, auténtica vergüenza de la deriva del todo sorprendente que ha sufrido la Judicatura de este país, a raíz del inicio de las causas contra políticos —y no políticos—, relacionadas con la lucha catalana por la independencia o, simplemente, por el afán de algunos de luchar por ejercer el libre y personal derecho de votar en un referéndum.
Trapero es un caso del todo singular.
Trapero no es político.
Trapero no es independentista.
Trapero ni tan siquiera se ha posicionado a favor de derecho a decidir.
Pero Trapero es íntegro, no un palmero del sistema. Y, aun habiéndose convertido en un brazo firme y garante de la ley establecida, ha visto marcado en su propia piel el estigma de ser un español responsable pero también un catalán fiel y estricto con los principios de proporcionalidad y, sobretodo, de ejercicio de los más fundamentales derechos humanos.
He de reconocer que he seguido el juicio con el corazón encogido y, en algunos episodios, con los ojos sangrados de rabia, escuchando las infamias allá expuestas. Porque existe un problema: A diferencia de la mayoría de casos en que se narran episodios en los que uno no ha estado ni los ha vivido, esta vez, un servidor, como cientos y cientos de miles de ciudadanos, estuvo presente, lo vio, lo vivió y lo sufrió.
Volviendo a la sala, los enfrentamientos jurídicos entre el fiscal, Pedro Rubira, el mismo que defendió la absolución del General, Augusto Pinochet, y la letrada, Olga Tubau, son de los que no solo dejan huella, sino también en evidencia a toda la Fiscalía del Reino.
Tubau, una letrada de corte emocional pero de fino y punzante estilismo, puso contra las cuerdas a todo aquél que se cruzara en su camino, y plasmó como pocas veces hemos visto, por qué el Ministerio Público planteaba, en el tiempo de descuento, la desobediencia, y éste no era otro que su fracaso estrepitoso por demostrar un solo atisbo de sedición y, con ello, la obligación de tener que decretar la absolución inmediata del Mayor.
No nos engañemos, el 1 de octubre de 2017 fue un fracaso mayúsculo, pero no de los promotores del referéndum, no de la afluencia masiva de ciudadanos, no de la firmeza y musculatura de la independencia en Catalunya, no.
Fue un fracaso del sistema, un fracaso de la democracia y un fracaso del mismísimo ministerio del interior y, contrariamente a lo que en tantas ocasiones se ha apuntado, yo excluiría de la quema y libraría de ese monumental fiasco a gran parte de los integrantes de los cuerpos de la Guardia Civil y la Policía Nacional que, si bien fueron incapaces de evitar la jornada electoral con sus golpes y su más que discutible proceder, vieron y supieron desde el inicio de la contienda, que hiciesen lo que hiciesen, esa jornada, y por mucho que les doliera, iba a pasar a los anales de la historia, y no precisamente por la buena imagen del estado español, sus representantes y sus fuerzas de orden público.
¿El Mayor? El Mayor Trapero es inocente de cuanto se le acusa y lo sabe España entera, pero qué más da, ¿verdad?
Últimamente, este país está acostumbrándose a condenar a penas durísimas a inocentes por su forma de pensar.
Dejen al menos en paz a Josep Lluís Trapero. En este país nuestro, no sobran los hombres buenos, pero alguno queda. Si nos tiene que caer la cara de vergüenza, que, por lo menos, no nos caiga del todo.