
“El andaluz, ese hombre anárquico y humilde que hace centenares de años que pasa hambre y privaciones de todo tipo, cuya ignorancia natural le lleva a la miseria mental y espiritual y cuyo desarraigo de una comunidad segura de sí misma hace de él un ser insignificante, incapaz de dominio, de creación. Ese tipo de hombre, a menudo de un gran fuste humano, si por la fuerza numérica pudiese llegar a dominar la demografía catalana sin antes haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña.”.
JORDI PUJOL
La Inmigración, problema y esperanza de Cataluña
(ensayo de JP publicado en 1956 y reeditado en 1976
-Jordi, ¿eres tú el elegido o tenemos que esperar a otro?
-Tendréis que conformaros conmigo.
-Bueno, va: vete a Madrid a firmar el Concordato Autonómico entre el Estado Español y la Santa Sede Catalana, y sácales las competencias a esos incompetentes, collons de mico…
Bajito como un moro en cuclillas, modosito, ceñudo, barriguero y con sonrisa dentona pero fino de alma, feo, católico y sentimental como José Bergamín, porte y maneras de Yoda, personalidad de ángel ladino y ponderado hasta la extenuación igual que un jesuita de novela de espadachines de Alejandro Dumas, poco pelo por la mucha malicia, experto glosador como don Eugenio d´Ors, vocación de ejercer desde Barcelona en tales años de lo contrario de aquel desmadrado Jesucristo Superstar de los madriles llamado Pedro Almodóvar, en una mano la banca y en la otra mano la prensa, hasta los trajes de entonces eran de raya diplomática, hasta el sexo era por lo legal de cintura para abajo, pero, para arriba, había medio metro de cuerpo y medio siglo de alma dedicados en conjunto al productivo, al reproductivo, arte de la política en la recién inaugurada farra neoliberal post-dictadura: éste era el reduplicado Borbón de Cataluña, el virrey, casado con una máquina de ahorrar y de hacer príncipes comisionistas.
-¡Vamos a hacer país!
-Y ya de paso a hacer pasta.
-¡Qué bien has hablao, Felipe, para ser andaluz!…
En efecto fue declarado entonces él (está claro que Pau Gasol aún no había nacido) el catalán de talla y talle con mando en plaza y lanza en astillero… ¡Eran otros tiempos pero pasaba lo mismo!
Todo fue muy bíblico: en verdad, como ya profetizaban los salmos, un niño habría de nacer en Cataluña para liberar al pueblo del yugo de los romanos de Hispania y le pondríamos por nombre Jordi.
-¡Míralo! ¡Es como si a la Moreneta le hubiera nacido un hijo blanco!
-¿El Jordi? ¡Qué cosas dices!
-Será la calor.
Enrique Tierno Galván, el traductor de Wittgenstein (qué nivel de alemán tendría aquel hombre para traducir algo que no se entiende ni en español) ejercía por aquel tiempo de Alaska y Dinarama de la política madrileña, Felipe González y Guerra, el chamarilero y el ideólogo o al revés, según se mire, eran la izquierda de pana que transformaba en positivo España porque sí creía en ella, y Cataluña, como el pueblo judío en una versión del Antiguo Testamento escrita por Josep Pla, esperaba, ya decimos, a su propio mesías de la política… ¡El cual fíjate tú que fue a nacer en un pesebre llamado Convergencia i Unió en las elecciones de 1980!
Ya entonces era él, aquel Ramon Llull de paisano llamado don Jordi Pujol, alguien menos aristocrático que las buenas familias de alta burguesía con querida mantenida y palco en el Liceo; uno venido del extrarradio labriego con hambre de escalafón social y estrategias políticas de escalador de castells. Pero practicaba ya en los libros y las intimidades un nacionalismo economicista, clasista, ventajista y meapilista; uno de la factoría Montserrat, el cual venía como a encarnar con sello y timbre una verdad tan catalana y española como el Premio Planeta: que comulgar mucho da muy mala hostia, con perdón.
Manuel Azaña escribió una vez en su diario que Eugenio d´Ors, como buen catalán, cuidaba mucho la manera de mirar.
Manuel Azaña, aunque republicano, creemos que por esa frase tiene la culpa de la monárquica y borbónica mirada tolkieniana de “el anillo mío” que siempre ha caracterizado a este político cuya caída de ojos embelesó al electorado catalán de entonces durante varias décadas.
Jordi Pujol, tan confortablemente instalado ya en el existir mesiánico, misionero y mitómano, había fundado Convergencia y había dado el inmediato salto político a Madrid para ver si era verdad que Paco Clavel ya parecía una folklórica durante la Movida. Y allí, como quien va al Restaurante Casa Lucio y pide un chuletón de Ávila poco hecho, Jordi Pujol pidió audiencia con Adolfo Suárez (el chuletón de Ávila que nunca llegó a hacerse). Y empezaron hablar de autonomías. Y así empezó la gloria, la mierda, todo…
Fue en aquella época, entonces, mientras la Movida era una cosa muy madrileña o muy de centro (en Cataluña no había medias tintas ni mariconadas pop; estaban directamente todos entre la política mesiánico-económica del Moisés de turno y el anarquismo de Durruti y Pestaña, pero sin punto medio –¿igual que ahora?-).
Jordi Pujol, figura contrahecha de personaje goyesco, elegancia efectiva y reluciente como una póliza de metal toda a juego con la cohorte circundante (chupópteros y beatas, chulas y famosas que diría Terenci Moix y demás marquesonas sin título con marido estraperlista que se habían arrimado a su recién estrenada sombra del poder) parecía que había llegado al cénit superlativo de la política, que no es sino es sino ese elevado Olimpo en el que los hombres se quitan los zapatos y ponen los pies encima de la mesa del despacho de los dioses…
Y, en los siguientes años, ocurrió lo portentoso.
(CONTINUARÁ)
PRÓXIMA ENTREGA: Vida, obra y milagros de Jordi Pujol (novela negra, capítulo II): los años 90; el Pujol Olímpico.