Opinión

A un amigo ingresado a causa del coronavirus

Para mi amigo   |   EFE
photo_camera Para mi amigo | EFE

Todos tenemos uno. Me refiero a que aprecio mucho a un amigo que se está enfrentando, desnudo pero armado, al severo trance de la enfermedad vírica de moda: el Coronavirus.. Y un amigo que se tambalea es la vida que se tambalea. Alguien que quiere vivir somos todos queriendo vivir. Una palabra de aliento le puede servir. Un «sigo aquí aunque llueva» le puede servir. Hay hombros que sujetan como cimientos. Hay afectos que unen como puentes. Hay sufrimientos compartidos… Todos tenemos uno.

Ahora que la gente se pone retos fatuos que sólo conducen al éxito, acaso sea éste, la enfermedad grave, el RETO con mayúsculas. Acaso se trate de la gran prueba de fuego, la oportunidad que te da la vida para demostrarte a ti mismo quién eres, de qué eres capaz, en qué crees realmente y de qué clase de personas estás rodeado. Acaso se trate, bien mirado, de una oportunidad que nos otorga el «azar» para avanzar en el camino de verdad.

Llega a veces el deterioro físico a recordarnos que somos mortales, frágiles, simples hojas que el viento agita y arranca de los árboles. Pero, como escribió Nietzsche, lo que no mata hace más fuerte. Existe el envés de las heridas: las cicatrices.

Sí, la enfermedad, ese concurso-oposición, ama y mata como una mantis religiosa. La enfermedad duele y forja como la voz de Dulce Pontes. La enfermedad parece a veces algo que el cuerpo se inventa para que le hagamos caso; para que nos lo tomemos en serio.

Ahora que la sociedad del bienestar alienta tanto la pijotería, vuelve a estar de moda el culto al cuerpo. Sin embargo algunos creemos que el culto al cuerpo es malo para la salud, pero el espíritu culto ayuda a superar enfermedades y a extraer de ellas luz y lucidez.

No hay espejo más nítido que la enfermedad, pues en ella se ve reflejada y proyectada la verdadera imagen de uno mismo; la capacidad real. Y por eso conviene pensar que ese episodio crucial, como un buen poema, puede ser el aviso que nos reconduzca la existencia. Lo escribió César Vallejo: «Hay golpes en la vida tan duros/ yo no sé…».

Sí, las putadas son lo bueno de estar vivo cuando existe la palabra después.

Pero tienes razón, y en verdad todas las identidades se resumen en la habitación de un hospital. Ahí aprendes que a los fuertes tal descenso a los infiernos con Virgilio al lado les aproxima a la transcendencia religiosa y/o a sí mismos…

¡La enfermedad; ese manantial! De ella han surgido libros memorables, cuadros, sinfonías, guerras y hasta alguna religión. Se trata del momento en que la vida se queja y se retuerce, cuando el reloj biológico atrasa, y entonces podemos atascarnos, o, mucho mejor, luchar. Luchar con uñas y con dientes. He ahí una hermosa revolución utópica. Y hay que desgañitarse racialmente, selváticamente, con la fuerza mineral de nuestros antepasados cavernícolas; con la inercia visceral de nuestros predecesores guerreros y conquistadores.

Hay quien llega a la cúspide mediática y se convierte en célebre y en opulento inconfeso. Pero hay quien sigue ahí tras el huracán, quien a la enfermedad la rebasa por el arcén, quien la sabe un episodio superable e inolvidable igual que un gran amor.

Ese individuo que lo consigue; quien ha vuelto de la noche portando en los ojos la luz de las estrellas; quien cayó y se levantó, no porque lo levantaran, sino porque se resucitó a sí mismo, ése, digo, sí que es digno de gloria, fama, admiración y reconocimiento. ¡Traigan una corona de laurel!

Tengo un amigo al borde del abismo de la enfermedad crucial de moda, y, aunque intubado y al borde, me resisto a pensar que eso suene a mala noticia. Acaso no. Acaso la enfermedad sea como un dictador habanero al que, más que tenerle miedo, conviene tenerle en cuenta. Y seguir a lo nuestro. Y alineados con los nuestros.

Cuando alguien llega a este punto extremo de la fragilidad, lo fácil es asustarse y desanimarse, pero lo grandioso radica en enfrentarse con coraje y sin excusas sabiendo que a algunos esa presencia nos hace mucha falta…

Queridísimo amigo: échale cojones

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