
“Dile a mi madre que soy pianista en una casa de putas, pero no le digas que soy periodista”, hizo decir Woody Allen a uno de sus personajes en la película Días de Radio dando cuenta, ya entonces, de la escasez de independencia y libertad en una profesión que, como pocas, nos hace saber cada día que las palabras mienten, pero las voces cuentan.
Elegimos en verdad estos días la radio en lugar de la televisión (“esa radio que llena la soledad de corazón y no al revés” dijo José Luis Garci en otra película memorable, Solos en la madrugada) porque la saturación de imágenes puede llegar a desinformar más que a contribuir en que forjemos criterio. Y es que, como Virgilio acompañó a Dante en la Divina Comedia, necesitamos que, por el marasmo infernal de la actualidad, nos acompañe una voz reconocible, amigable y con tanto ardor como honor.
Ponme una voz y no una presencia que la presencia ya me encargo yo mediante mi imaginación, escribió como si hablara de esto en una de sus novelas más locas el gran fabulador Philip K. Dick (bien pudiera haber sido Dick, por cierto, el profeta distópico de esta pandemia nuestra), y tenía mucha razón.
Qué sería de hecho de este enclaustramiento casi benedictino y desde luego forzoso (éste mediante el cual tratamos de sortear el espanto de ser martirizados por las dolencias físicas y las torturas mentales aparejadas a la pegajosa amenaza real del bicho) sin eso de tanto valor terapéutico que los poetas místicos denominaron los sonidos del silencio.
A los sonidos del silencio dedicó Paul Simon una canción inmarchitable, pero sólo las almas avanzadas como Pablo D'Ors (qué belleza irradiante rezuma su libro Biografía del silencio; una belleza análoga a toda la obra del otro gran experto de nuestros días en los sonidos del silencio, Ramón Andrés –no se pierdan su precioso prólogo a No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio-)… Pero para los que no somos almas avanzadas, ni mucho menos, nuestro sonido del silencio favorito es la radio.
Y la voz de la radio de hoy, la que está por encima del resto porque tiene solera, y la personalidad de los regresados del infierno de un atentado como Dante, y la heterodoxia del que conciencia y divierte y pone música de copla o hasta de rock f.m, es la de esa rara avis con nariz sefardí, ojos de vinatero gourmet, y lo que Hercules Poirot llamaría un triunfo en el arte de fracasar al dejarse crecer el bigote, don Carlos Herrera.
Sí, Carlos Herrera, como con la autoridad moral de Iñaki Gabilondo, y los recursos de beligerancia interesante de José María García, y el magnetismo hipnótico de Concha García Campoy, y el criterio del liberal que no jura el vino en vano pero bebe y hace vivir como Gaspar Melchor de Jovellanos, y la voz recrecida de fumador de puros (¿se acuerdan de Churchil?), y sus gafas de primavera gay sumadas a su barbita de malote y su semblante de sello con el membrete de “bigote y salmorejo: un romance condenado al fracaso”.
En efecto Carlos Herrera que es riesgo, tablas, temple, baile, filo con el que herir de amor y vino dulce con el que herir de muerte.
Carlos Herrera que es una de las formas que tenemos de entretenernos así, igual que quienes beben para olvidar a pesar de que sepamos que tanto las penas como los miedos flotan….
Dicen los yanquis con esencia, los previos a la demencial Era Trump, que la voz de Elvis Presley es la voz de Dios; que cuando, tras el Juicio Final, se abra nuestra tumba y alguien nos llame y nos mande salir, escucharemos a Elvis diciendo nuestro nombre.
Yo sin embargo creo que escucharemos la voz de reyerta culta, angelical y de alterne de Carlos Herrera diciendo Buenos Días, España…
Love me tender y olé.