
¿Me sucedió a mí o fue a ti?
Podía haberte ocurrido a ti que sales de casa sin rumbo con tu cuaderno de notas en busca de la belleza, vas, vuelves, observas como vibra la luz de este verano de increíble claridad, y llegas al centro del mundo, al Parque de Quevedo: lo encuentras humanizadamente efervescente. Allí estás tú. Tú con el corazón en un puño como si fuera un garbanzo que late porque la poesía ha vuelto a casa. Tú que, en el centro del parque, te refrescas o vivificas en la fuente. Y sorteas a niños desatadamente alegres. Y te fijas en cierta morena de ojos negros muy parecida a la judía guapa que sale en Ivanhoe (todo tiene que ver con su boca), la cual avanza ahora unos pasos por delante de ti –¡vivan los vaqueros ajustados!- y entonces; entonces...
En un banco aparece como de la nada ese mimo o casi estatua, camiseta a rayas, traje, bombín, cara maquillada e inmutable y mirada vacía. Le miras.
Y, ante tus ojos, resucita y se convierte en una exacerbación del movimiento. Los niños le observan iluminados. Porta un juguete imaginario en la mano, y se lo ofrece. Simula el llanto.
Al poco inmoviliza de nuevo su rostro, y rompe luego la neutralidad facial con una sonrisota. Se abraza a sí mismo....
Los niños aplauden y las madres dejan monedas en un cesto. Tú también. Y el espectáculo informal enseguida se desvanece.
Cuando ya sólo quedáis el mimo y tú alrededor de ese banco, él vuelve a la vida real, y, como todo recién resucitado, se quita el bombín y deja al descubierto su pelo canoso encima de la cara maquillada. Te aproximas, le saludas, te interesas por su oficio callejero, y así descubres así que ese mimo se llama Julio y es un hombre culto. Que lleva treinta años sobreviviendo, improvisando, durmiendo en la calle o donde sea (en cierto momento te deja entrever que ya está fatigado; vencido)...
Julio habla mientras se limpia la cara con un trapo haciendo un gesto que ha repetido muchas veces; tantas que nunca consigue limpiarse del todo, siempre parece que llevara los ojos adornados. Te explica que ya no tiene patria ni raíces, pero no es un solitario: “al contrario, Luis, en cada ciudad consigo algún amigo más”.
Tú le hablas de tu vida, de cierta armonía personal compleja que has conquistado y que no te intimida llamar felicidad, y él asegura que ha vivido intensamente pero ahora está cansado de que su camino sea siempre de ida; echa de menos no saber regresar. Incluso te confiesa que le hubiera gustado haber tenido un hijo, pero ahora ya es algo tarde para todo.
Él que se dedica a entretener, a hacer reír, se sabe incompleto. Además me parece -dice- que si muriera ahora mismo a nadie le importaría; nadie me recordaría.
Te fijas en esa camiseta a rayas que parece formar parte de su piel, en el traje desgastado, y le dices que tú le recordarás. Te mira con ojos poco acostumbrados a la bondad... Y antes de despediros él anota tu nombre y tu teléfono en su agenda como agradecimiento, aunque ambos sabéis que no te llamará; que nunca llamará a nadie.
La vida a veces nos premia con verdaderos privilegios como el de figurar en la agenda de un mimo callejero.
Hoy no estoy seguro de si este artículo lo he escrito para él, o para ti.