
Cumplimos ahora tú y yo veinte años juntos bailando por la vida (gente feliz con lágrimas lo llamó el novelista portugués João de Melho), y eso me está haciendo regresar con gratitud y orgullo a nuestro primer gran viaje.
En efecto en el Perú recité a tu lado y como nunca aquello de “pobre y pequeño país que apela al corazón: el viandante tiene agujeros en los zapatos a fin de conservar su sensibilidad para captar las corrientes terrenales y por eso para él no es país ni pequeño ni pobre”…
¡Pero cómo olvidar Machu Pichu!
Sí, llegar contigo a lo alto del Machu Pichu –uno de los siete enclaves mágicos del mundo, ciudad sagrada construida en lo alto de una montaña en el Perú- no es sólo un viaje sino también y sobre todo una forma de viajar. Llegar y descubrir de pronto, tras la exigente ascensión, esa ciudad fantasma habitada ya sólo por animales casi míticos como la alpaca y la vicuña. Llegar y sentarse estratégicamente en una piedra para leer a Pablo Neruda. Sí, llegar como para entender que la belleza, como la poesía, es una vista aérea.
Allí, en el Machu Pichu, mirando el mundo desde una ventana del Templo del Sol, supe una vez que viajar tiene algo que ver con descubrir la extraña y fascinante relación entre el paisaje y la geografía humana. Y, por un instante, quise poder volar. Quise ser un cóndor andino protestando contra la geopolítica con naturalidad. Quise tener por Dios a una montaña y saber sobrellevar la adversidad con alegría. Lugar bello y expuesto. Machu Pichu… Lugar fascinante, filosófico, lírico, casi místico como toda ciudad sin tejados.
Y es que existe una energía primigenia, sutil, telúrica que brota libremente de la tierra en ciertos enclaves mágicos como éste. Los animales lo saben –allí van a morir los elefantes decía el chileno José Donoso en el título de una novela de campus deslumbrante-, pero eso no son capaces de percibirlo los turistas. Por eso viajar, más que turistear, tiene que ver con eso, con rebasar fronteras mentales, con ser otro, con volverse pájaro y volar “libre en brazos del aire”, por decirlo con Luis Cernuda… Viajar es también encontrar un lugar donde sintonizar el cuerpo con el alma, y por eso, sí, el buen viajero es aquel que ya ha aprendido a quedarse.
Dentro de los viajes que bien pueden marcar una cruz en cualquier existencia sensible, está Machu Pichu más por lo invisible que hay allí, que por lo evidente. Qué buena cuenta del poder, del tiempo y del éxito da asomarse a las ruinas de un imperio. Qué buen modo de aprender humildad es el paisaje. Qué buen modo de aprender.
Si en Lima pude comprender que las ciudades pobres carecen del mal gusto de las metrópolis occidentales –acaso porque el mal gusto es algo que hay que poder permitirse-; si en Cuzco supe que prefiero descubrir a conquistar; si en las islas flotantes del Lago Titicaca vi como vivían los Uros y en Taquile probé el barro comestible y navegué en canoa, en el Machu Pichu estuve tan cerca del cielo que pude tocar el alma de mis antepasados. Y respiré un poema. Y escribí casi por vez primera que enamorarse de ti, mi indita, está resultado ser como una de esas ciudades esculpidas en la roca.
Se viaja hacia lo otro y hacia el otro, o sino sólo se aleja uno para estar más cerca. Se lleva el viaje dentro como ropa en la maleta, o sino sólo es algo más que poder enseñar a la vuelta.
En fin, ahora que el verano invita a viajar y a incitar a viajar, cómo olvidar Machu Pichu. Cómo olvidar esa cima en la que fui mortal; esa invitación a ampliar mi mundo… Cómo olvidarlo. Cómo leer mejor el poema de Pablo Neruda:
Entonces, en la escala de la tierra he subido
entre la atroz maraña de las selvas perdidas
hasta ti, Machu Pichu…
Madre de piedra, espuma de los cóndores.
Alto arrecife de la aurora humana.
Pala perdida en la primera arena.
Ésta fue la morada, éste es el sitio: aquí
los pies del hombre descansaron de noche
junto a los pies del águila, en las altas guaridas.