
La modernidad literaria la introduce en nuestra cultura Dante Alighieri al contar en primera persona su Comedia (la que luego llamaron “Divina”, como bien explica José María Micó en su reciente y bellísima traducción al castellano de la misma) y convertirse en personaje y protagonista del libro.
Hasta entonces, en la literatura de este lado del mundo, no había existido el Yo, ni siquiera vagamente alegorizado en algún personaje. Pero, a partir de Dante y su libro narrado con hiperimaginación y rimados rigores trascendentes, el Yo aparece, reaparece y desaparece según las épocas, los estilos, y los autores.
Por ejemplo en tiempos modernos la literatura del Yo se llama Romanticismo, y en este sentido el siglo XX español literariamente ha seguido siendo romántico, o bien por la presencia del Yo, presencia siempre lírica (como ejemplo se me ocurren las novelas de Azorín y su reencarnación, Francisco Umbral), o bien por el maquillaje parcial o la huida imposible del fuero del yo, tan evidente en escritores como Proust: escritores que no necesitan citarse a sí mismos ni hablar en primera persona para estar presentísimos en el relato.
En la nueva narrativa vasca hay una veta fértil de romántica narrativa del Yo, exactamente de autoficción, y que cuenta en su mejor expresión, a mi juicio, con las novelas de Kirmen Uribe.
Pero la autoficción en los nuevos narradores últimamente muestra síntomas de agotamiento, y de hecho ha sido superada por una escritura experimental que pone parcialmente en cuestión la expresión del Yo del autor.
¿Cómo escribir desde un yo que se sabe inestable y escurridizo si no es encontrando un distanciamiento adecuado e igualmente vulnerable al azar y a la contingencia de la vida? Ésa es la pregunta que se hacen Coetzee o Paul Auster, pero también Esther Tusquets, Félix de Azúa, Javier Marías, Enrique Vila-Matas o Soledad Puértolas (y antes Francisco Umbral). Todos ellos pioneros de esa apertura narrativa que consiste en querer haber pasado antes por la historia para narrarla.
En estos románticos parámetros de literatura del yo sin autoficción, y sin ostentación del yo a base de veladuras narrativas que no ocultan nunca del todo ese yo, opera la recién publicada novela de Txani Rodríguez "Los últimos románticos" (Ed. Seix&Barral).
Y opera en el ámbito de la excelencia.
La prosa de la autora es directa y detallista como la de Pio Baroja, contenida como la de Don DeLillo, cristalina y finamente psicológica como la de Gustavo Martín Garzo y está entreverada de humor ácido pata negra como la de Quim Monzó.
Y de esa prosa suya tan envolvente se sirve la autora para contarnos una historia que transcurre en una ciudad industrial vasca trasunto de Llodio; una muy dependiente económicamente de la industria de la pasta de celulosa: es la historia de Irune (una chica huérfana, insegura, maniática, ecocultureta, fabuladora, anoréxica, con traumas evidentes y heroicidades menos evidentes pero proporcionales a su sólida conciencia de clase paterno-proletaria).
Irune trabaja en una fábrica de papel, exactamente en la sección de papel higiénico (las pequeñas cosas que representan a las grandes cosas son lo que en la vida Baudelaire llamaba correspondencias, y en las novelas nosotros llamamos metáforas), y que no olvida que es hija de un obrero del metal muerto en un accidente laboral, pero que se siente, bajo el palio del capitalismo y de la soledad, aislada, frágil, nada. Apenas sale de casa.
Y se refugia en los cómics, la música, en los viajes que proyecta y nunca hace, en las flores de papel que deja sobre la tumba de su padre (otra bella metáfora) para seguir agarrada al paisaje de su niñez (un paisaje que ya no existe porque ha sido arrasado por los eucaliptos que han plantado en los alrededores de la ciudad para abastecer a la fábrica de papel, como tampoco existe ya su padre)…
Y se refugia también en la voz de un amable teleoperador de Renfe como ejemplificando así, con otra bella, tierna y conmovedora metáfora, una de las mejores de la novela, eso que explica el psicoanálisis centrado en las relaciones de objeto de William Fairbairn: que en esta sociedad actual individualista quien no tiene familia corre el riesgo de confundir familia con familiaridad.
Es en verdad Los últimos románticos una novela sobre la actual neurosis de encierro devenida de la orfandad que implica la pérdida del sentido de comunidad, y la pérdida de valores tales como la solidaridad vecinal. Es una novela sobre la actual neurosis urbanita devenida de la pérdida del sentido del paisaje y la pérdida de valores ecológicos en favor del imperante economicismo tan resultadista como desolador. Es una novela sobre la neurosis autodiscursiva devenida de la actual incomunicación que promueve esta sociedad urbanita de ciudades compactas con viviendas que son compartimentos estanco y familias que son también compartimentos estanco, en la cual nos enloquece sobremanera cada pérdida afectiva (de modo tal que resulta tan difícil elaborar el duelo que el utópico o romántico sostén de nuestra estabilidad psíquica ha de ser la amabilidad de los extraños).
Sí, es una novela sobre la neurosis industrial característica de la falta de solidaridad entre los trabajadores de un país en plena farra político-económica neoliberal post-dictadura, o, por mejor decirlo con palabras de Petros Markaris, es una novela sobre la locura de clase obrera…
¡Pero también y sobre todo es una novela atmosférica, admonitoria, impactante, conmovedora y necesaria (una con gran capacidad de impacto y poder de identificación) sobre el Yo de hoy!… ¿Qué yo?… ¡El tuyo!
Lean Los últimos románticos. Se lo recomiendo.