Opinión

Retrato al natural: Scarlett Johansson

“Sólo Dios podría quererte por ti misma y no por tu pelo rubio” dice un verso de Robert Frost digno de ser grabado en piedra que mi enloquecida mente siempre ha asociado a Scarlett Johansson.

¿Que por qué?

Pues, entre un millón de razones, porque por momentos nos recuerda a Marilyn Monroe (esa otra rubia celestial que fuera una grandísima actriz de comedia; ésa de la que emanaba algo muy puro combinado con una sensualidad brutal y una conmovedora capacidad para expresar la mayor vulnerabilidad; ésa que en verdad fue una estrella, pero que ahora es un símbolo)…

Esta semana ha sido el cumpleaños de Scarlett Johansson. Y la verdad es que daban ganas de vivir peligrosamente, de reírse como si ya nunca fuera lunes, de enviarle violetas a direcciones inventadas todas dirigidas a ella, nueva diosa verdadera.

Ciertamente cada época tiene una exuberante musa de celuloide nacida para que cuando la miremos en la gran pantalla se ponga al día, ¡cómo no!, nuestro sentido de lo geométrico. Y, a tal efecto, aquí está ella abrillantando nuestros sueños.

Ella, a la que descubrimos en Lost in traslation (donde hacía de chica bohemia malquerida que está empezando a vivir y a equivocarse, y se topa con un maduro actor venido a menos que hace trabajos de publicidad muy bien pagados en lugar de teatro, su vocación y pasión, cuando, en medio de un mundo ajeno, el encuentro entre ambos se convierte en algo más que un puente intergeneracional)… Y que luego, queremos creer que por sus dotes interpretativas y no porque cuando sale en la gran pantalla todo tiene que ver con su boca, se convirtió en la musa del imperecedero aristócrata del humor inteligente Woody Allen en películas como, por ejemplo, una obra maestra titulada Match Point

Sí, la nueva Marilyn del siglo XXI es esta eterna niña nórdica como salida de un cuadro prerafaelista. Y a ese director neurótico con aspecto de sacristán endeble, todo él gafas de pasta, todo él carne de diván, en esa última película citada ella no sólo le devolvió la grandeza incontestable, sino que hasta le sacó de su claustrofóbico Manhattan para traerle a rodar a Londres. ¡Basta una chica de cuerpo justiciero para cambiar de bando y hasta cruzar océanos!

Tras Match Point, ese conspicuo drama psicológico sobre el poder, la amistad y los triángulos amorosos, y Scoop, una comedia ingeniosa y moderadamente alocada sobre un periodista que regresa de la muerte para no perder una noticia bomba, sobre una chica de prácticas que parece haber nacido sabiendo buscarse la vida y sobre un mago de segunda que tiene la desgracia de enterase de forma sobrenatural de la identidad de un asesino en serie, todo lo disparatado se volvió realista en el cine racionalista y desternillante de Woody Allen.

Y la colaboración de esa rubia diosa blanca, que diría Robert Graves, con el geniecillo neurótico ha resultado ser fructífera e inmarchitable.

Y, aunque sombran los motivos para ir al cine a ver cualquier película en la que salga Scarlett Johansson, aunque se trata de una de esas mujeres por la que podríamos matar a un hombre porque su caída de ojos o su modo de fumar nos convenció de ello (yo creo que se refería a Scarlett Johansson el novelista Albert Camus cuando, en El extranjero, escribió aquello de “maté a un hombre en las playas de Orán porque hacía calor”), si además detrás está la mirada, el talento y el guión de Woody Allen, no resulta fácil resistirse a ir a ver a esta divinidad realista (una de las películas más estúpidas que uno ha visto, Under the skin, trata sobre una alienígena perdida por Escocia, y sin embargo haber pagado la entrada nunca nos ha pesado por ver a nuestra protagonista)… Ella, sueño de carne y hueso con más carne que hueso, novia de todos y nadie, documento femenino expedido para la eternidad.

Vivimos tiempos en los que se llama cómico al primer tipo casposo y cutre que se pone ante la cámara, sí, pero también nos queda una vez al año el consuelo de una película de este bufón genial adicto al jazz, los terapeutas y el amor estrafalario; de este geniecillo nervioso capaz de derretir en hora y media la palabra depresión. Tengo de hecho un lugar de honor reservado en mi corazón para el cine de Woody Allen. Y tengo en común con él un póster de Scarlett Johansson pegado en la pared del sótano de mi deseo…

Bajo ese póster, claro, escrito está esto: “Sabía que no debía enrollarme contigo porque acabarías destrozándome. Mi psicoanalista me lo advirtió, pero estabas tan buena que cambié de psicoanalista”.

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