Opinión

Retratos de la España Friqui: mi madre

Mi madre, por Farruqo
photo_camera Mi madre, por Farruqo

No sé si han reparado ustedes en que, en esta época del año, en buena parte de España la noche es azul. El cielo nocturno es azul como si algo le quedara del día; como si algo le quedara de ella. 

Mi madre (Maudilia se llamaba porque, en el León rural, como bien saben los lectores de las novelas de Luis Mateo Díez, los nombres son como jeroglíficos) aprendió a reír al mismo tiempo que a bordar porque la magia lo comunica todo. 

Aún la recuerdo ahí, en la mecedora, con el pelo color violín que yo he heredado, con sus ojos azul cielo de verano y arrugas como surcos en el rostro y ella borda, sueña, borda con cierta cara de tristeza remendando el pasado, que siempre parece mejor. Recordando una historia que tenía que contarnos (este alegato contra la brevedad de la vida que es hablar sin pausa es otro rasgo suyo que también he heredado) porque ella existía y bordaba contando en filandones para que nada se olvide… ¿Morirse es no tener ya nada que contar? 

Tanto yo como mi hermano Gaudencio (otro jeroglífico), en el bar de carretera en el que crecimos, pasamos de vez en vez por el ritual de sujetar la madeja y escuchar con desgana historias que parecían anécdotas para, en invierno, poder lucir a modo de escudo alguno de sus jerséis (vivíamos en un pueblito de la España norteña en el que el frío ahuyentaba a los exhibicionistas; uno muy ajeno a los rodeos doctrinales que dan a menudo tanto la cultura como la política). Y ella hablaba de los jornaleros que venían para la vendimia y que, si eran buenos, aquí se les trataba como si fueran de casa. Y se acordaba de Guzmán, que era joven y pobre pero sabía hacer adobes y cultivar la tierra. Un año vino a pedirnos trabajo y, aunque casi no había con lo que pagarle, le dimos techo. Y comida. Y dignidad. Y se quedó. Hasta, en las Fiestas de San Miguel, se echó una novia del pueblo, se marcharon, y algunas veces volvían. ¡Cómo nos quería Guzmán!... 

Sus ojos azul verso de Neruda que yo también he heredado brillaban como lunas sobre el río Esla mientras mi madre en el primer mundo, Maudi la habladora, la contadora, ella, bordaba la eternidad. 

Nos hablaba a menudo de Joaco, nuestro abuelo, el padre de papá, ese albañil al que todos decía que rojo porque jamás iba a misa. Y contaba como en una ocasión, mientras estaba levantando a pulso la bodega de Canseco, lo fueron a buscar los falangistas, y dijeron a su hijo, a mi padre, que era un niño (vamos a llevarlo al frontón; la ropa nada porque quedará ensangrentada y mal pero si quieres puedes venir dentro de un rato y te llevas los zapatos), y lo mataron a tiros... Dicen que está enterrado descalzo en la cuesta de Benamariel, con los demás republicanos del pueblo, aunque no se sabe  exactamente  dónde, advertía mamá con su voz de carraca buena... Hasta le dolía la mirada al recordarlo y narrarlo para que supiéramos de donde procedíamos, como dice Arturo Barea en sus novelas. Tu abuelo Joaquín, pronunciaba, y mientras ella borda que te borda para que no le olvidáramos. Y yo escribo sobre ella porque estoy viendo sus ojos cuando miro cada noche de este verano de increíble belleza ese azul celeste que se disipa, y se enrrabieta, y se crece, y se estira, y no se apaga... El cielo sabe mirar. 

En la noche azul cobalto de los veranos de España están todas las historias que de durante mi infancia rural repleta de escenas de cine mudo, por decirlo con el título de un gran libro de Julio Llamazares, oí y no escuché; todas esas narraciones que entonces no sabía que me estaban convirtiendo en éste que intento ser. Por eso nunca olvido que provengo de una estirpe de gente muy habladora que sabía contar la vida a su manera como para corregirla y hasta sobrevivirla al hacer de lo cotidiano un mito: substancia de eternidad lo llama mi maestro José María Merino. Sí, provengo de una sucesión de madres que, como Max Aub, narran de corazón para que nada de lo importante se olvide; para que lo nuestro quede; para que desde el principio crezcamos con historias repletas de verdad. 

El otro día, al abur de uno de mis artículos contra ese toxicidad intolerante y anticonvivencial de nuestro tiempo casi reminiscencia de los Reinos de Taifas que nos consideraban infieles y que se ha dado en llamar independentismo, sí, un artículo en el que defendía que no hay nada más progresista que apostar por la unidad de España, y en el que me alineaba con la tercera España de Manuel Chaves Nogales y Andrés Trapiello y Eduardo Madina y Felipe González y Alfonso Guerra, y mostraba mi perplejidad ante el hecho de que nosotros, los socialistas, no estuviéramos hoy junto a esa tercera España sino junto a Otegui y Rufián, recibí una ristra de mensajes en los que me llamaban facha. ¿Ahora los hijos de albañil de pueblo de noroeste que no sabe leer ni escribir pero cuenta con una inteligencia envidiable y a su vez nietos de fusilado en la guerra civil somos fachas? 

Y me dio por pensar en mi madre.

Supongo que la memoria histórica tiene tanto que ver con la Historia como con las historias sencillas e imprescindibles que nos han traído hasta aquí. Y tiene que ver con el cielo, la noche azul de León, los ojos de mamá que murió de modo tan amoroso y liviano (a tenor de lo dentro que la llevo) que recordarla tiene algo de regreso a la leyenda, casi al mito, de la izquierda verdadera. Y posee mucho también de amor por el color azul. Y por los que nos han precedido y nos han hecho como somos. 

Siempre creo ver a mis antepasados muertos detrás de las cosas más hermosas de mi vida. Por eso hoy miro la noche azul de verano de León y le confío un encargo: dile a mamá que la recuerdo, que la recuerdo.

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