
Los que trabajamos en el campo de la ideología de género y, además y a la vez, escribimos novelas de género, somos unos degenerados: para nosotros y nosotras la cultura no empieza en Grecia (que es donde se origina la cultura occidental estándar, la cual, según el asfixiante oficialismo, arranca con Sócrates, Platón, Aristóteles y, por ahí, todo seguido), sino que tiene su precedente helénico brillantísimo en Safo de Lesbos, pero arranca definitivamente con la Ilustración francesa, con su racionalismo, con su ideario político de igualdad, fraternidad y libertad, con su declaración de los derechos del hombre y con su protofeminismo (estamos pues nosotros y nosotras en eso que una de las grandes pensadoras de nuestro tiempo, Marina Garcés, denomina «una ilustración radical»).
En ese tiempo de la Ilustración, empieza el incipiente feminismo político como lucha por el acceso de la mujer a la cultura y la vida civil, el cual continuará con el llamado feminismo de primera ola, por el derecho de la mujer al voto y a los derechos civiles; el feminismo de segunda ola, por la igualdad de género en el trabajo, la familia y la sexualidad; y el feminismo de tercera ola, por los distintos modelos de mujer y de feminidad, y por reducir la brecha social y salarial, y el techo de cristal.
Pero, además de un movimiento político, el feminismo es un movimiento conceptual, uno de los más importantes del siglo XX de hecho, y una teoría literaria con grandes aportaciones epistemológicas.
En este tiempo ilustrado, empieza a tomar cuerpo, a su vez, el pensamiento libertario, que con el marxismo y el colonialismo derivará en lo que, a partir del gran Edward Said, se denominan estudios postcoloniales, los cuales ponen el acento en la visibilidad social y ficcional de las minorías de raza.
Y, como una extensión del feminismo conceptual, del pensamiento libertario y de los estudios postcoloniales, surge la teoría queer, una suerte de postfeminismo punk que deconstruye la bipolaridad cultural y biológica masculinidad/feminidad, y hasta el binomio biológico hombre/mujer, y que cuenta con nombres clave del pensamiento de nuestro tiempo como lo son Judith Butler y Paul B. Preciado.
Gracias a la teoría literaria postcolonial, al pensamiento libertario y a la filosofía queer llevada al ámbito de la novela, nosotros y nosotras, en esta época, hemos entendido la importancia simbólica y de representatividad social de las ficciones como expresión del imaginario colectivo. Hemos entendido que, por decirlo con palabras del propio Paul B. Preciado, toda novela es, entre otras cosas, una tecnología de representación.
Y hemos asumido la carga política y de representación que hay en los personajes de las novelas negras, y su incidencia en las luchas LGTBI actuales por la visibilidad y la normalización social, y en pro de una ampliación de lo que se entiende por normal y lo que se entiende por el bien y lo bueno: una ampliación para que quepamos todos y todas.
¿Quién es hoy, tras las diferentes olas del feminismo y tras el apogeo del pensamiento queer, el sujeto político del feminismo?
No solo las mujeres; lo somos todos y todas. El feminismo, como el postcolonialismo, como el pensamiento libertario, se inscribe en la lucha que se ha venido librando a lo largo de toda la historia en contra de la arbitrariedad del poder y en pro de un mundo mejor.
Y la teoría literaria feminista nos enseñó que en esa lucha liberadora necesitamos esa tecnología de representación que es la novela.
Durante mucho tiempo, la novela de género negro, en su condición de espejo de la sociedad, fue una lente de aumento de la masculinidad saturada hegemónica y de la feminidad sumisa, y rara vez, se asomaban a esa tecnología de representación que es la novela personajes al margen del género, el sexo y las formas de amar hegemónicas, normalizadas y dominantes.
Por eso es tan meritoria, audaz, estimulante y agradecible la obra de tres de los narradores con más peso en el noir contemporáneo: Marta Sanz, Susana Hernández y Antonio Mercero.
Marta Sanz es la gran dama de la nueva novela negra española por su prosa inteligente, su finura política y moral, y por haber fusionado con brillantez la novela negra americana con la novela social española, sí, pero creemos que también hay una lectura de sus novelas negras en clave de postfeminismo punk tan avanzado como sutilmente rompedor.
Porque más allá de su personaje de serie, Arturo Zarco, un detective homosexual cuya masculinidad deconstruye de por sí la masculinidad a menudo saturada —cuando no tóxica— del detective estándar de la literatura policial heredera de Hammett, Daly y Chester Himes, es interesante fijarse cómo siempre, en sus novelas, tanto los personajes masculinos como los femeninos ostentan identidades de género, cuando no también de sexo, fronterizos, quebradizos, al margen y casi al límite. Marta Sanz está teniendo en nuestros días la sutil audacia revolucionaria de llevar esa tecnología de representación que es la novela a terrenos muy plurales en la biodiversidad de lo que somos. Buenos ejemplos de lo que decimos son sus novelas Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás. Sin embargo, si su literatura siempre ha sido fascinante, esta autora acaba de publicar una novela muy en los parámetros que estamos glosando y a la que nos atrevemos a calificar como obra maestra del noir español contemporáneo: Pequeñas mujeres rojas (Ed. Anagrama).
Si Marta Sanz es sutil pero audaz al mostrar en su obra noir el lado postfeminista o queer de la sociedad en sus personajes, Susana Hernández, novelista contundente e inolvidable creadora de la investigadora de policía, lesbiana, Santana, es puro punk hard boiled iluminador, estimulante y electrizante. Las suyas son novelas crudas en lo social, en lo sexual y en lo genérico. Y no les dejarán indiferentes. Acaba de publicar, por cierto, la novela Malas decisiones que aún no hemos podido leer. A excepción de ésta última, la que a nuestro juicio es su mejor novela hasta la fecha, un noir social heavy metal sobre las amistades al límite, sobre la supervivencia suburbial y sobre el tráfico de medicamentos, es la titulada Los miércoles salvajes (Ed. Milenio).
Si a Marta Sanz es la finura ideológica lo que la lleva a crear sus personajes complejos directa o implícitamente LGTBI, y a Susana Hernández, es una mezcla de militancia y autobiografía solapada lo que parece llevarla a esto mismo, otra motivación más resultadista pero igual de efectiva es la de emplear lo que la teoría de la literatura de género denomina «personajes de fórmula».
Antonio Mercero, escritor que viene del mundo de la televisión, es autor de una saga de novela negra sobre la policía, Sofía Santos (antes se llamaba Carlos). Tiene, como gran valor, que domina la fórmula y el formato de la novela negra, y que sabe ser transgresor a la vez que convierte sus novelas, que son entretenimiento puro, en una reflexión sobre la tolerancia (ese mundo tan aparentemente viril que es la Policía y, en el cual, el autor coloca a su protagonista transgénero, bien parece una alegoría de nuestra sociedad y una toma de temperatura de nuestra capacidad de tolerancia a lo que está en los márgenes de lo hegemónico).
Hay quien diría que, leídas El final del hombre y El caso de las japonesas muertas, de sus novelas casi fílmicas (es como el teatro leído, está pensado por el autor en imágenes y acción y, al asomarse por eso al texto, se muere uno de ganas de ver todo eso representado) y repletas de prosa funcional, escenas muy plásticas y puntos de giro argumental, diría lo contrario de lo que diría de las novelas de Gabriel Miró, esto es, que les sobra malicia y les falta belleza, pero yo me quedo con su eficacia, su espectacularidad y su buen conocimiento del noir actual.
En efecto, ser humano —si atendemos al género y al sexo, a la biología y a la cultura— es un acontecimiento totalmente poliédrico.
Que lo reflejen así nuestras novelas —nuestras ficciones—, no es sólo bueno para las minorías: ¡es bueno para todo el mundo!
Vive y deja vivir.