
Rostro televisivo que nos seduce con su ingenuidad potente de buena persona expuesta y deseosa de salir de la cárcel del yo por medio del amor casamentero, pero cegada en medio del monacato de tinieblas de los cazafortunas.
Tamara, morena de verde luna, cara de oblea consagrada, sonrisa de vino rojo como rojo pasión son en mis sueños sus labios, los cuales, por cierto, tanto desentonan con su eterna voz de pija y con sus ojos niña; sus ojos joya.
Tamara, cuya nariz romana a su rostro le pone a un tiempo un algo de fruta y un algo de ave, o, digamos, una cosa como de pájaro femenino ciertamente adorable.
Sí, Tamara, niña-mujer toda ella con cuerpo de minarete tan espiritual que hasta apuntan al cielo sus pechos de ángel bajo el pelo recogido de yegua desenfadada y retratable (retratable al oleo o con metáforas en un artículo de prensa).
Ella. La última monja enamorable de don José Zorrilla. Voz de diva de alta sociedad con ribetes de bel canto. Personaje de obra dramática de Federico García Lorca vapuleada por un hombre; sí, personaje de La Casa de Bernarda Alba en versión nobiliaria.
Rostro televisivo que nos seduce con su ingenuidad potente de buena persona expuesta y deseosa de salir de la cárcel del yo por medio del amor casamentero, pero cegada en medio del monacato de tinieblas de los cazafortunas.
Ella, Tamara, que pretende compadecer ante el altar o decir el sí de las niñas de Moratín sin esconder ni un ápice de tu claridad vivible.
¡Vivan sus manos de niña breve con perfume!
Oh, Tamara como una Antígona de Sófocles o una Edith Stein de papel cuché que se derrama en música sacra mientras habla de confianza y de valores y de fe y de honestidad y de catolicismo esencial, y, así, dice su verdad dura y reciente. Tamara mía de mi sueño secreto enardecido. Tamara mía: ¡no lo hagas, y llámame!
¡Tamara no lo hagas que yo te quiero un treinta y dos coma cuatro por ciento más que tu novio!