
Hace justo una semana cogí un avión destino Crimea. La historia reciente de esta península, ahora perteneciente a la Federación de Rusia, me provocaba de forma incontrolable un sentimiento de frenesí e incertidumbre a partes iguales. Se trataba de un viaje de trabajo. Fui invitada a participar en un pequeño tour de cuatro días por el sur de este gran país: de Simferópol, la capital de Crimea, hasta Sochi, donde se celebraba un certamen de periodismo al otro lado de las orillas del Mar Negro.
La imagen preconfigurada que durante años me había forjado de este lugar me hizo sentir como una auténtica ignorante a los pocos minutos de poner los pies en suelo ruso. Había caído, como muchos otros, en la trampa de los estereotipos. Pero, como peones desamparados por su reina, uno a uno, fueron cayendo.
¡Qué equivocada estaba!
Si nos situamos unas horas antes de coger este avión, ya cometí el primer error: dar por hecho que toda Rusia cohabita con el clima siberiano. Llené mi maleta de práctica ropa otoñal, sin tener en cuenta que Crimea, con un clima y una vegetación muy similar a la de la Costa Brava catalana, se encuentra prácticamente a nuestra misma latitud. Mis familiares y amigos fueron los siguientes en ‘meter la pata’: casi me imaginaban andando por la península con casco, chaleco y entre ruinas. Yo, por un momento, también lo conjeturé… pero ¡¡qué equivocados estábamos todos!! y me atrevo a decir… ¡¡qué equivocado está el mundo!!
Todo lo que creía saber (y presumir de saber) sobre Rusia se difuminó cuando entré en contacto, en primera persona, con su gente. La historia de este país, quién más, quién menos, la conocemos todos. Eso, sin embargo, no determina en ningún caso, el presente de sus conciudadanos, su extrema generosidad y desbordante hospitalidad. Te sorprenden. Esta imagen rígida, seria, disciplinaria, casi sectorial, que se tiene de los rusos, choca frontalmente con el cálido cobijo que procuran ofrecer a los curiosos que llegan a descubrir su país. Por supuesto, habrá quienes no sigan este canon, pero yo no tuve el placer o deshonor de conocerlos.
¿Cuántas veces nos hemos autolimitado?
Más pronto que tarde comprendí que hacía falta despojarme de toda idea preconcebida para construir una nueva imagen más cercana a la realidad de sus gentes y más distante al relato leído hasta el momento, muchas veces, condicionado por la visión occidental de este territorio. A penas conocemos el cine, la literatura, las artes rusas, su propia versión de los hechos, de su historia, su gastronomía. Me paré a pensar y todo lo que presumía saber, siempre o casi siempre, lo había leído bajo la firma demoledora de la visión contraria, opuesta y, a veces, enemiga.
Y esta premisa hizo plantearme cuántas veces nos hemos negado a dar oportunidades siguiendo este criterio. Cuantas veces nos hemos limitado a vivir, creyendo que nuestras ideas preconcebidas eran las correctas. Viajar debe ser siempre sinónimo de aprender. Y este viaje para mí ha sido un claro ejemplo de ello. No solo por lo que descubrir aquello desconocido, sino por reformular todo aquello que creía conocer. Desde su comida, su gran tesoro oculto, hasta su carácter dócil y sobradamente acogedor en las distancias cortas. La clave es viajar con la mente abierta y dejar que te sorprendan.
Romper con todo
Por supuesto, no anduve con casco por las calles de Crimea. Disfruté del caluroso sol del Mar Negro, propio todavía de los últimos días de verano, y degusté platos que nunca imaginé probar, mientras la boca me hacia aguas en uno de los restaurantes mejor valorados de toda la Federación Rusa. Entre risas vivimos cuatro días de felicidad y aprendizaje, un aprendizaje de vida. Rompimos con todo, para reconstruir algo más real, más certero, más cercano.
Poka, poka, Rusia. Gracias por enseñarme tanto, en tan poco tiempo.