
Hay una ciudadana en Tenerife en este momento esperando casi un milagro. Espera una llamada de las autoridades en la que le comuniquen que han localizado vivas a sus dos hijas, de 1 y 6 años, secuestradas por su padre hace unos días.
No hace falta poner “presuntamente” porque sabemos que lo hizo él. “No volverás a ver a las niñas. Ni a las niñas ni a mí”, es lo que el secuestrador escribió a la madre de las niñas cuando ella intentó localizarle el martes por la tarde, cuando él tenía que haber devuelto a las crías tal y como estipulaba el régimen de visitas, y no lo hizo.
Es imposible siquiera acercarse a dimensionar la angustia y el dolor que debe estar padeciendo esa mujer en estos momentos. Los casos de los parricidas como el de José Bretón, que quemó a sus dos hijos o David Oubel, que asesinó a sus hijas con una radial, resuenan en la cabeza de muchas cada vez que hay una novedad sobre el caso de Tenerife.
Desde el más profundo deseo que en esta ocasión esas dos niñas aparezcan con sanas, detectamos de inmediato la macabra coincidencia que une a esos tres sujetos padres: su objetivo de hacer el mayor daño posible a la madre de sus hijos.
Fueron y son maltratadores que utilizan a los hijos que tiene en común con sus víctimas como látigo invisible para seguir infringiendo el castigo más doloroso. Torturar a una madre a través de sus hijos. Violencia vicaria.
Son muchísimos los tribunales de familia que pasan olímpicamente de estas situaciones. No ven, o no quieren ver, cada vez que se presenta un divorcio en que ha habido violencia, que dejar a los hijos en manos del maltratador es, además de poner en peligro a los niños y niñas, perpetuar el maltrato hacia esas madres. Y digo no lo quieren ver porque son situaciones obvias.
Todos los días las mujeres son obligadas a llevar a sus hijos e hijas con padres maltratadores, alcohólicos y toxicómanos demostrados, con fichas policiales más largas que una encíclica papal y con antecedentes de lo más variopinto, en virtud de convenios parentales que nadie se molesta en saber en qué condiciones se han acordado y firmado.
Cualquier contrato firmado bajo amenaza, coacción o miedo insuperable es inválido en nuestro ordenamiento jurídico. Cualquiera menos el Plan de Parentalidad.
¿Es posible que los jueces y juezas que autorizan regímenes de visita pactados con ese tipo de personas no se den cuenta de que algo anda mal? ¿No podrían sus señorías molestarse un poquito en investigar la situación familiar, aunque sólo sea pidiendo un informe al colegio o a los servicios sociales? ¿Sería tan difícil que los magistrados y magistradas perdieran cinco minutos de su valiosísimo y sobrehumano tiempo en entrevistar en privado a esas mujeres, donde se sientan seguras y puedan explicar la realidad que se esconde detrás de algunas custodias compartidas? ¿Cuándo se van a meter las y los togados en sus ilustres cabezas que jamás nunca un maltratador puede ser un buen padre?
Y lo que aún es peor. Los mismos juzgados de familia obligan a mantener las visitas y las pernoctas a niños y niñas con padres que no se ocupan de ellos y con los que no quieren estar. Se viola constantemente la obligación de proteger el bienestar superior del menor en pro de un supuesto “derecho del padre a disfrutar de sus hijos”, como si de un juguete se trataran.
No importa si el padre no sabe ni el nombre del colegio al que va el niño o la medicación para la alergia que toma la niña. Es su derecho, según los tribunales, el de poseer a sus vástagos, por encima de cualquier cosa, incluidos los propios niños. Nadie salvaguarda el derecho de los menores a la seguridad y la felicidad. Los niños y las niñas son ciudadanos, ya no de segunda, sino de tercera o cuarta. Ni se les escucha ni se les protege. En estos casos sólo son parte del ajuar paterno por horas.
Siempre me he preguntado qué porquería de hombre y de padre es aquél que obliga a sus hijos a estar con él, aunque no quieran y se los lleva a la fuerza sólo por mantener su sacrosanta voluntad intacta, en lugar de intentar ganárselos con cariño. La respuesta es clara, un padre que no los quiere. No hay más explicación.
Este domingo, cuando millones de personas estén celebrando el Día de la Madre les pido que dediquen treinta segundos a pensar en los miles de madres que estarán solas, porque hayan tenido que entregar a sus hijos a su padre violento y cobarde y no saben si los van a volver a ver. O piensen en las madres que pasan esas noches de pernocta obligada en la más absoluta ansiedad porque la amenaza del padre de desaparecer con los hijos es recurrente, y aunque ella lo ha denunciado en la policía, nadie le ha hecho el más mínimo caso y la obligan a entregar a sus hijos al que pudiera acabar siendo su verdugo, según sus propias palabras. En los miles de madres a las que la ¿justicia? les aplica el inexistente síndrome de Alienación Parental (inventado por un pederasta, por cierto), para amordazarlas frete a sus exparejas violentas, y que las siguen violentando a través de los niños y niñas. Son miles, no es un caso aislado.
Miles de madres que esperan que no les toque pasar el trago que está pasando la mujer de Tenerife, madre de dos hijas secuestradas por su padre, en una desaparición clasificada, ahora sí, de alto riesgo. Puede que, si antes alguien se hubiera molestado en analizarla situación familiar de alguna manera, ahora nos hubiéramos ahorrado la clasificación y el alto riesgo.
Y todo esto la misma semana en la que el Supremo ha mandado dos años y medio a la cárcel y ha despojado de la patria potestad durante seis años más a una madre que no llevó a sus hijos con su padre condenado por maltrato, porque los niños se negaban a ir con él.
Espero que, al menos, llegue pronto el indulto para Juana.