Opinión

El bozal y el control social

Esta mañana mientras sacaba a mi perro, noté que un señor caminaba detrás de mí, a menos de los 2 metros de abismo que debemos dejar entre nosotros y cualquier otro ser humano. Como caminaba más rápido me aparté y le dejé pasar. Era temprano pero ya hacía mucho calor. No había nadie más a nuestro alrededor y aún así, el señor llevaba puesta la mascarilla. Yo no.

Pensé que estaba estrenando mandato del BOE, que nos condena a desaparecer tras esos trozos de celulosa azul. Dos pasos más adelante, había una colilla en el suelo, de esas que le quedan un par de fumadas. Resaltaba porque era lo único que había en el suelo. El señor de la mascarilla se agachó, cogió la colilla y se metió el bolsillo. Se la guardó para fumársela después. Sé que no era para tirarla porque había una papelera justo al lado.

Resulta, pues, que las mascarillas no nos protegen de la miseria. Tampoco del Covid_19, como han convenido la inmensa mayoría de los epidemiólogos y científicos que se han hartado de repetir hasta la saciedad que nuestro castigo al vacío alrededor es lo único efectivo. Pero nadie los escucha, y tras una reunión de los consejeros de salud de las Comunidades Autónomas, políticos con más ansia de demostrar que han tomado alguna decisión, que no de la efectividad y consecuencias que pueda tener la misma, decidieron el otro día que nuestro escudo protector contra todo es la odiosa mascarilla. No sería tan grave, si no fuera porque no es cierto.

La consecuencia inmediata ha sido que la gente ha entendido que llevando mascarilla ya no tenía que guardar ninguna otra medida de seguridad. Grupos de personas pegadas, abrazándose y besándose, gente transitando en la calle sin ningún otro objetivo que el de estar en la calle, personas hablándose a menos de 30 centímetros de la cara de su interlocutor. Y todos tranquilos porque alguien les ha mandado que se pongan la mascarilla. Y todos en serio peligro.

Muchos medios de comunicación, en su línea de los últimos dos meses, se encargan más de desinformar que de ayudar a mantener la calma. Y en lugar de estar repitiendo como un mantra que estas mascarillas que llevamos, simplemente, no sirven más de un rato y sólo para no contagiar a otros, y que sigue siendo imprescindible guardad la distancia sanitaria, se dedican a hacer un flaco favor a la salud pública hablando de cualquier tontería, menos de lo que interesa.

Por trabajo y por circunstancias yo soy de las que ha estado saliendo todos los días durante el confinamiento. Nunca vi hasta hoy el peligro real de las decisiones políticas mal tomadas, de la mala comunicación, y del poco cuidado que tenemos las personas. Parece que somos incapaces de retener mentalmente nada más allá de la primera mitad de una oración, y si no es muy complicada.

Sin embargo, hay algo que con la generalización de las mascarillas está garantizado, y no es precisamente el no contagio. Cada vez que vemos mascarillas a nuestro alrededor nos recuerda que debemos tener mucho miedo, ya que estamos en riesgo de ser infectados. Debemos dar gracias por estar sanos y cuidarnos muy mucho. Nos recuerdan que la salud es lo primero y que cualquier otra cosa, hasta tener que recoger las colillas del suelo para fumar, es secundario, y además ya no es tan malo si puedes tener una mascarilla, que de tantas veces que has usado es como si no llevaras nada.

Y si protegerse del virus es primordial, la enfermedad da miedo, y las mascarillas nos recuerdan que debemos estar asustados de la enfermedad. Y el miedo es la mayor herramienta de control social que existe. Una sociedad con miedo no va a ser exigente, va sólo a protegerse. Una sociedad con miedo puede sacrificar sus derechos más preciados, hasta el de comer, y esconder su miseria tras los bozales quirúrgicos. Una sociedad con miedo puede incluso llegar a tolerar que crezcan las colas del hambre, mientras se vacíen las colas de urgencias. Lo importante es no morir de coronavirus, si mueres por chupar colillas del suelo, es tolerable.

Y cuando me refiero a exigencias, hablo de algo que está completamente en las antípodas de las ridículas protestas de los niños bien de los barrios bien de este país. Y cuando me escandaliza el contacto entre personas no es porque yo lo tema, puesto que, personalmente, abjuro del aislamiento social, y preferiría el riesgo por un buen revolcón sin precaución que vivir muerta en vida en un rincón por miedo a la enfermedad. Pero consciente de lo que hago.

Las mascarillas mantienen la tensión y el relato de que hay un “enemigo superior” contra el que todas las personas están llamadas a combatir, lo cual, genera, a su vez, un sentimiento de pertenencia a algo, que en esta sociedad ultra individualista mucha gente no tenía. Y, como estrategia política está muy bien para mantener la queja callada tras los bozales sanitarios, siempre y cuando se les explique a las personas que ese trozo de celulosa azul con gomillas no les va a salvar la vida.

Porque si realmente se tratara de una cuestión de vida o muerte, habría que estar pensando ya en quien tiene que pagar por el crimen que se estaría cometiendo si de lo que depende tu salud no se te es facilitado gratuitamente por las autoridades sanitarias, máxime en la actual situación económica en la que 2 o 3 euros diarios en mascarillas pueden suponer la diferencia entre comer y no comer.

Yo estoy tranquila por esto ya que creo firmemente que nuestra vida no depende de las mascarillas, y que nadie está condenando a muerte a quienes no la puedan llevar. Creo que es una vuelta de tuerca más a lo que primero fue el control policial, luego la Gestapo de balcón, y ahora la identificación de los buenos y los malos. Los buenos son los que se tapan la cara y se la destapan luego en un bar. Es un pasito más en la desaparición de nuestra civilización, tal y como la hemos cocido hasta ahora, bajo nuestra responsabilidad y delante de nuestras tapadas narices, y en pro de los soñadores del totalitarismo. Es el galopante control social.

Simplemente, no se acerquen a nadie. Eso sí les salvará la vida.

Comentarios