
La Reina Sofía se tiene un doctorado en derecho civil, que se sacó allá por los años 70, ni más ni menos que en la Universidad de Oxford. Además, es coautora de dos libros sobre arqueología junto a su hermana Irene y habla cuatro idiomas. Excepto que era políglota, debo confesar que, del resto, yo no tenía la más mínima idea.
Lo que sí sabemos casi todos es que, durante muchos años, ha ocupado un sillón en el más que siniestro, a la par que eficiente, Club Bilderberg, como representante de la Jefatura de Estado de nuestro país. Ella misma confesó más de una vez sus allegados que ésta era una de sus actividades favoritas en la vida. Y no me extraña. Una mujer culta, disciplinada e instruida y acostumbrada al poder, debe sentirse mejor que en su casa entre ese selecto grupo de personas, que se denominan a sí mismos, en boca de unos de sus fundadores, nuestro viejo conocido Antonio Garrigues Walker, “el cerebro del mundo”.
Pareciera, sin embargo, para Sofía, que al mundo empezara a dolerle la cabeza por allá por 2016, cuando cambiaron de reina española en las reuniones, y fue sustituida por su nuera Letizia. El alivio vendría en 2017, al constatar que el exclusivo grupo habría perdido todo su nivel, cuando abrieron las puertas a líderes tan “fugaces” como el impetuoso Albert Rivera.
Es un hecho pues que a nuestra reina le gusta su sillón. Su sillón en Palacio, su sillón en el “Club”, su sillón en el Palco del Tetro Real (otro de sus sencillitos sitios favoritos en el mundo). El sillón de la Reina, que ha ocupado sin despeinarse (literalmente) durante los 38 años que ha durado su reinado oficial. Pero lo mejor, para el final. Desde ese sillón ha sido testigo privilegiada de la deshonrosa salida de palacio de su infiel marido.
No es nada nuevo para Juan Carlos lo de salir a escondidas de su casa. Sabemos todos de esa leyenda urbana que cuenta que se ponía barba postiza y despistaba a sus escoltas montado en una súper moto, para irse de fiesta real, sin ser molestado, y para visitar a sus incontables amantes sin ser observado, más allá de lo justo por su seguridad.
Sin embargo, en esta salida a paradero desconocido, su mujer era espectadora de primera fila. Mi duda es de cuántos decibelios debieron ser las carcajadas de la ex reina mientras presenciaba la debacle de su esposo, instigada por una de esas mujeres con las que no se cansaba el campechano de hacer crecer su regia cornamenta. Supongo que deberíamos considerar este hecho otro “cese temporal de la convivencia”. Todavía debe estar riendo la señora, mientras disfruta del palacio y el cariño y admiración de sus súbditos y súbditas, mientras el emérito pone pies en polvorosa, como proscrito. Hasta ahí mi solidaridad y apoyo total a doña Sofía. Justicia poética.
Sin embargo, no puedo si no preguntarme porqué, una mujer como ella, inteligente y en el mundo, siguió manteniendo la farsa de la familia unida durante casi cuarenta años de paripé. Dicen las crónicas que cuando constató por primera vez la infidelidad del rey (lo pilló de manera flagrante en la cama con otra mujer mientras estaba de caza, hombre de costumbres), Sofía hizo lo que muchas han hecho, hacen y harán, que es coger a los niños, la puerta e irse con su madre para dejar atrás semejante desgraciado. Lo hizo, y pareciera que no tenía intención de volver.
Pero volvió, y aguantó décadas de humillaciones personales, de una vida falsa, de mentiras a la prensa, de posados odiosos y de vida pública junto al mujeriego mayor del reino. Y ahora parece que otras cosas también. La única explicación lógica que le encuentro es que el resto de pre vendas de su posición real le compensaban, y mucho.
La fortuna personal del rey emérito parece que se calcula en unos dos mil millones de euros. Eso es mucho dinero como para no notar que existe. Y si no se creyeron a la pobre Maite Zaldívar, cuando decía que su marido, Julián Muñoz, traía dinero en bolsas de basura pero que ella no sabía para qué, ni que era eso, y acabó en la cárcel por mucho menos de miles de millones de euros, podríamos atrevernos incluso a pensar que, el tren de vida de Juan Carlos seguramente benefició el modus vivendi de Sofía. No digo yo que ella estuviera al tanto de los posibles negocietes de su marido, ni mucho menos, de igual forma que su hija nada en absoluto sabía de los negocietes de su marido Iñaki Urdangarín, claro.
Pero es cierto que, si hubiera mantenido firme su posición de abandonar a su marido adúltero confeso y comprobado años atrás, es más que probable que no hubiera habido sillón de la reina ni en el palacio, ni en ningún club, ni el en teatro, ni en ningún lugar de esos que tanto le gustan a Doña Sofía. Ella es la única que sabe si le ha valido la pena. No parece muy infeliz, la verdad.
Al final, Sofía ha hecho lo que muchísimas mujeres de su generación y alguna más han hecho toda la vida, aguantar, que, en la sociedad española, es uno de los más valorados pero tristes méritos que se le reconocen a las mujeres. Las mujeres aguantan por los hijos, por los padres, por el que dirán, por todo. Así se nos ha enseñado desde siempre y así se ha reconocido. No en balde, Sofía aguantó y ha tenido su recompensa final: un sillón para la posteridad. Sólo que su aguante en la vida, entre privilegios constantes, nada tiene que ver con el ejercido por sus congéneres. Debe ser porque, como dice el dicho, dios sólo salva a la reina, hasta cuando no peligra.