
Por allá por 2008 estuve en Palestina. No voy a echarme flores y tampoco a dármelas de gran activista. Fui a curiosear. Mi fugaz paso por allí formaba parte de un viaje que hice a Jordania y a Israel. De siempre había querido conocer Jerusalén por encima de cualquier otro lugar en el mundo. Y ni mucho menos por mi sentimiento religioso, que no lo tengo, sino por un ferviente deseo desde siempre, de ver qué pasa en esos poquísimos kilómetros cuadrados que parecen ser la puerta del infierno desde hace siglos.
Jerusalén, la ciudad tres veces santa, por presuntamente, encontrarse allí aún las “ruinas” del templo del Rey Salomón (conocido como “muro de las Lamentaciones”), por haber sido allí donde Jesús de Nazaret fue crucificado y por ser allí también desde donde Mahoma ascendió a los cielos. Tres veces santa y maldita eternamente. Saben, supongo, que cuenta la leyenda que en tiempo de las cruzadas contra Salāh ad-Dīn (Saladino, en román paladín) había tanta muerte en la ciudad que la sangre llegaba a la altura de las rodillas de quien por allí anduviera.
Volviendo al siglo XXI, en Belén, territorio palestino, conocí a uno de los tipos más desgraciados que he conocido en toda mi vida. Para entrar en Belén, que está pegadito a Jerusalén, hay que atravesar el muro de la vergüenza, que ese sí da como para lamentarse eternamente de su existencia y de lo que te encuentras detrás de él. Una vez flanqueado ese telón de hormigón y concertinas, y después de que decenas de miembros del ejército israelí te apunten con mala cara con sus armas de asalto, sales del autobús en lo que queda en pie de una ciudad en guerra.
Unas mínimas infraestructuras completamente precarias, y con mucha gente. Un hormiguero con muchísimos niños y muchísimos ancianos. Los niños, como siempre, daban la sensación de alegría y felicidad, puesto que ese era su universo conocido, ajenos a la existencia de un mundo de luz y de color al otro lado de la valla carcelaria que sus vecinos les han montado.
Los ancianos, impasibles. Una ciudad con toque de queda permanente a las ocho de la tarde, y si te lo saltas, quien viene a por ti es el ejército israelí. Los cortes de luz y agua son diarios. Nadie puede entrar ni salir de la ciudad excepto los extranjeros y a determinadas horas. Una cárcel.
Una vez allí, nos recogió a mí y al grupo con el que iba, el pobre desgraciado que os comentaba antes. Ahmed. Un tipo guapísimo que hablaba un castellano perfecto con acento andaluz. Nos iba a enseñar la ciudad y así, pude averiguar de primera mano cómo estaba allí el asunto.
El motivo de su desgracia era que Ahmed era palestino árabe, pero católico. Como resultado de tal mezcla, estaba jorobadísimo por todos lados. Jorobado por los israelís porque para ellos era un palestino islamista más con aspiraciones de terrorista al que había que “controlar”, a base de muros o de bombardeos, según le diera al presidente de turno vecino.
Y como era católico, tampoco se beneficiaba de los entramados de ayuda comunitaria que Hamas tiene organizados para la población palestina, porque para ellos era un infiel al Islam. Así que jodido, jodido mi querido Ahmed.
Nos enseñó todo lo que nos podía enseñar de la ciudad en ruinas, incluida la iglesia de la Natividad, donde presuntamente nació Jesús y única fuente de ingresos real del lugar, debido al turismo que atrae. Tras explicarnos que aquella era la única iglesia en el mundo en la que no se celebraba la misa del gallo, porque en el reparto tripartito que tienen hecho para custodiar los lugares santos, éste le había tocado a los ortodoxos, y como para ellos no hay nochebuena, pues no hay misa del gallo, se me ocurre preguntarle que por qué hablaba él castellano. “Estudié en Málaga”, me contestó orgulloso. Y yo ya no entendí nada.
Hace trece años mi consciencia de ser social no estaba tan desarrollada y lo que me salió del alma fue decirle “y si estabas en Málaga ¿Qué haces aquí? ¿Quién te obligó a volver?”. Obviamente quedé como una completa idiota cuando me contestó que a él nadie le había obligado a volver a su casa. Que aquella ciudad maltrecha de Belén, era el pueblo de su madre, de su abuelo, donde vivían sus primos y su gente. Y que, condenando todo tipo de violencia que él y su comunidad sufrían por partida doble, mejorar su tierra era su objetivo. Por eso había vuelto. Para a través de su trabajo de guía, explicarle a niñatas como yo, que en Palestina hay personas con historias únicas, y no sólo conteos de muertos o terroristas islámicos, como cuentan en las noticias.
Hay gente con nombres y apellidos. Familias, amigos que también intentan tener una buena vida, igual que cualquiera en cualquier lugar. Gente, como todos, que aspira a la felicidad. A tomarse algo, a comer juntos los domingos, a celebrar las fiestas. A vivir.
Por eso, quería hablar de Palestina con una historia real, de personas reales, porque lo demás es lo de siempre.
El gobierno de Israel masacrando a los palestinos, respondiendo a las pedradas y cohetes, con un bombardeo de 106 aviones durante 40 minutos sobre un territorio de grande como el Maresme. Matando civiles y destruyendo la sede de las comunicaciones. Genocidio de Manual.
El gobierno de Estados Unidos apoyando la masacre sin remilgos, incluida la gran esperanza Kamala Harris, que no ha sido capaz de poner ni un triste tweet ante el asesinato indiscriminado de decenas de niños. Ella es la prueba que ser negra y mujer no te hace, automáticamente, mejor persona. Y mucho menos mejor política.
Y la Unión Europea, ridícula e irrelevante en este asunto, como en casi todos, hablando de “negociaciones”. No se que tipo de negociaciones hay entre un león y un conejo.
Lo de siempre. Otro crimen de lesa humanidad más. Otro como lo que pasa en el mediterráneo con los refugiados, otro como lo que está pasando en Colombia. Otro como el acaparamiento injustificable de vacunas del primer mundo mientras el resto se muere.
Otro fracaso. Por eso, como era otra vez lo mismo, preferí recordar y contarles de Ahmed. El desgraciado. Espero que esta vez la suerte le haya sonreído y siga vivo.