
En agosto de 2017, en Barcelona, justo después de que el terrorismo dejara un reguero de muerte en el corazón de la ciudad, la respuesta espontánea de la ciudadanía fue el grito de “NO TENIM POR” (no tenemos miedo). Seguramente sí lo teníamos, es más, lo teníamos debajo de la piel, y algunos incluso querían hacerlo florecer en forma de racismo, que no es más que miedo al diferente.
Sin embargo, aquella afirmación tan contundente no fue sino un grito contra el miedo sistémico, el miedo instalado por los poderosos en el cómo deben ser las cosas, para que cualquier cambio nos produzca pánico y tenernos a todos y a todas bien controladitos en el redil. Tocaba tener miedo al “otro” y dijimos que no.
Ese miedo sistémico campa últimamente a sus anchas mucho más de lo sanamente recomendable. Porque es cierto que el miedo nos mantiene alerta y forma parte, quizá la parte más importante, de nuestro instinto de supervivencia más ancestral. Pero en los tiempos en los que vivimos estamos recibiendo dosis excesivas de pánico colectivo, a través de mensajes estratégicamente colocados en los medios y paridos de las cabezas de unos nuevos especímenes de mercenarios de la política, los consultores, a los cuales cada vez conocemos más, incluso más que a los propios políticos clientes.
Una nueva suerte de rasputines modernos, de traje, bambas e Instagram, que asesoran a nuestros dirigentes. Pero, si el nivel de asesoramiento es directamente proporcional a la negligencia de la que hace gala últimamente la clase política, yo creo que es a esos tipos recicladores del marketing de toda la vida es a los que verdaderamente hay que temer.
Y desde esas “mentes privilegiadas” nos están inoculando el miedo colectivo todo. Y en una sociedad en la que casi todo el mundo tiene algo que perder, ese mecanismo de control funciona a la perfección. Como decía Hebbel, todo el que tiene algo tiene que pagar por ello, aunque sólo sea con el miedo a perderlo.
Y así, los ricos y poderosos agitan el espantajo de la crisis para que la clase trabajadora no se mueva ni un milímetro por miedo a perder sus precarios trabajos. Se agitan las banderas, todas, ondeando el miedo a perder la pertenencia a un supuesto pueblo, para que la gente se aferre más a los mástiles y menos a las personas. Incluso hay una parte de los hombres atemorizados por ese nuevo invento divino que es el juguete sexual de moda, el succionador de clítoris, no vaya a ser que la maquinita los expulse del tablero de la sexualidad femenina, a ellos que se tenían por grandes amantes.
Todas y todos convivimos con nuestros miedos. La diferencia está en que a algunos les condiciona todo lo que hacen y que otros y otras, se lo echan a la espalda y tienen la osadía de vivir. De esa segunda categoría hemos visto las calles llenas este pasado lunes 25 de noviembre.
Miles y miles de personas, sobre todo mujeres, que exigen acabar con el miedo a la persona que llega a su casa a diario a darle las buenas noches con una paliza. Miles de mujeres que quieren dejar de tener miedo cuando van por la calle y se cruzan con un grupo de hombres y piensan aquello que todas hemos pensado de “ojalá sólo me roben”. Y mis preferidas, unas jovencísimas mujeres en Chile que han puesto los pelos de punta al mundo entero, plantándose delante de las sedes de los tribunales y del gobierno, con los ojos vendados, pero con la mente totalmente clarividente a espetar en la cara del Estado y su establishment “El violador eres tú”.
Así es, las mujeres somos víctimas de la violencia machista y tememos perder nuestra vida y nuestra integridad física a manos de la otra mitad de la población, que son los hombres. Y sin embargo, parece que a ellos esto no les afecta, aun siendo los culpables directos de 52 feminicidios en lo que va de año en nuestro país, una violación cada 8 horas (que se denuncia), e incontables golpes y amenazas. Claro que todos los hombres no violan, ni matan ni torturan a las mujeres. Pero, ¿hacen algo al respecto para que sus congéneres que sí lo hacen sientan miedo de seguir haciéndolo?
Si volvemos a la máxima de que sólo sentimos miedo de los que podamos perder, a lo mejor es que los hombres que no hacen nada por evitar la violencia es porque no sienten que pierdan nada cada vez que matan a una mujer, ni tampoco cada vez que acosan a una compañera de trabajo, ni tampoco cuando sus amigos acaban las cenas de empresa violando a mujeres prostituidas previo pago de 50 asquerosos euros. No ven en ninguna de esas conductas nada suyo en peligro.
A esos les digo que deberían a empezar a preocuparse porque, de seguir sin mover un solo dedo más allá de para callar y otorgar ante violencia de los otros machos de la tribu, por el miedo a ser rechazados en los grupos de masculinidad enfermiza, lo que van a acabar perdiendo es su humanidad. Y entonces ya estarán libres de todo temor, porque no habrá nada más que perder para ellos.