Opinión

Mi asesino favorito es muy chiquitito

Los cerebros podridos son una cosa que me apasiona. Y no es que ya haya hecho una mutación precoz a zombi, sino que la figura de los y las asesinas en serie siempre me ha fascinado. Seguramente por eso, me lo pasé tan bien estudiando criminología. Allí conocí más en profundidad a seres tan mortíferos como Ted Bundy, «El guapo»; Erzébet Bathory, «La Condesa Sangrienta»; o Andréi Chikatilo, «El carnicero de Rostov». El placer fue mayor ya que nuestro encuentro se redujo a los libros y no en persona, claro. 

Sin embargo, ninguno ni ninguna de estos «Masters de la Muerte» le llega, ni de lejos, a la suela de los zapatos a los mayores aniquiladores de la vida humana. Esas formas de existencia que sólo se ven a través de lentes potentísimas, pero que cada año se llevan por delante a millones de personas. Los virus, que a cualquiera que tenga más de treinta años se le representarán en el imaginario colectivo como hombrecillos verdes de gran nariz, cortesía de aquella maravillosa serie de dibujos, «La Vida es así». Hoy, los pobres niños y niñas tienen que conformarse con Dora la Exploradora o con la imitación de las Super Nenas, pero en trans, «Súper Dracs», gentileza de Netflix. 

La cosa es que cada año se nos pone de moda un virus y este invierno le ha tocado a uno con un nombre muy royal: el coronavirus. Este bichillo, si bien es cierto que tiene, por ahora, una tasa de mortalidad bajísima, en comparación con otras cepas de su misma clase (no llega al 3%, mientras que la cepa del mismo «HR» de 2015 superaba el 30%), está generando una alarma sanitaria global. 

Pero no es para menos si nos fijamos en la extraordinaria obra de la genética que resulta ser el coronavirus. Muta para sobrevivir en cada célula que infecta. Millones de veces, en millones de células, de cada persona. Hasta ahora, ninguna de esas mutaciones lo ha transformado en una máquina perfecta de matar, pero con esos niveles de actividad, si llega a darse, la cosa se va a poner bien fea. Y de ahí la preocupación y la transparencia de los chinos en este tema. Y eso sí es para alarmarse, el régimen chino dando toda la información y colaborando. 

Aún así, que nadie se asuste y vaya corriendo a por una mascarilla. Sobre todo, porque el paseo va a resultar del todo inútil ya que las mascarillas en España, desde hoy, están agotadas. Los fabricantes han dicho que, por lo menos hasta dentro de ocho semanas, no sirven ni un pedido más. No dan abasto. Y está bien, ya que si alguien tiene que ser el beneficiario económico del preapocalipsis zombi, que sean ellos, y no siempre los de los laboratorios farmacéuticos, que a esos les toca siempre este «Gordo». 

Sin embargo, tranquilidad, porque la humanidad ya ha pasado antes por esto. De hecho, desde el año 10.000 a.C, ya se tienen los primeros datos de que los humanos caían como moscas por otro virus que nos es mucho más familiar, la viruela. Ignoro cómo los científicos han averiguado tal cosa, pero así es. 

Además, cómo olvidarnos de la última crisis del Ébola, esa que en España nos afectó más directamente porque a algún lumbreras se le ocurrió repatriar a un pobre sacerdote infectado, que llevaba toda su vida en África, y que, estoy segura, no le hubiera importado ser enterrado entre sus feligreses. Porque sólo a morirse y enterrarse es a lo que vino a España. Sin embargo, en las pocas horas en las que estuvo vivo en territorio nacional, sí le dio tiempo a infectar a una enfermera a la que sí le vino de un pelo, pero que, cumpliendo con la tasa de mortalidad del Ébola (del 50%), sí se salvó. Uno y una. 

El 50% puede parecer una cifra realmente escalofriante, pero en realidad queda lejos del 70% que tiene la gripe aviar, y ésta a su vez queda pírrica si la comparamos con el 90% de un casi desconocido, pero letalísimo virus denominado Maburgo, igual que la ciudad alemana. En el último brote de Maburgo, ocurrido en 2004 en Angola, de los 374 infectados murieron 329. No tenemos noticia de que haya vacuna para combatirlo, pero como casi todas estas plagas 2.0, no nos importa casi nada, porque su incidencia es casi exclusivamente en países pobres. 

Y eso puede ser lo más mortal de nuestro nuevo virus con nombre de rey. Que no ha aparecido en un rincón perdido del África Negra, sino en el gran gigante asiático, que es dueño de más de la mitad de la deuda externa de todos los países del primer mundo. De ahí que las primeras en sufrir los síntomas de la enfermedad hayan sido las bolsas de todo el planeta. 

En un futuro distópico no muy lejano, quizá el papel moneda de esos billetes que se juegan en los parqués hoy, no sirva para nada mejor que para hacer, por ejemplo, mascarillas.

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