
El funcionariado cae mal en este país. El imaginario colectivo lo tiene instalado en la imagen del oficinista rancio y vago cuya frase favorita es “vuelva usted mañana” y, cada vez que hacen algún tipo de reclamación para el colectivo, no cuentan con la simpatía del pueblo para el que trabajan.
Al principio de la pandemia covitosa pareció que las y los ciudadanos caían en cuenta que funcionarios también eran los médicos y las enfermeras que les salvaban la vida. Se cercioraron al ritmo de los aplausos vespertinos, aquellos que ahora parecen de otra vida.
Más tarde, también se dieron cuenta que las personas de detrás de los teléfonos que gestionaban los ERTES también eran trabajadores públicos, sin los cuáles no hubieran podido cobrar. Lo saben porque cuando no funcionaban las cosas bien, el dinero no llegaba.
Otro tipo de funcionariado que pareció reconocer la gente fue a las trabajadoras y trabajadores de los servicios sociales municipales, que fueron a los primeros a quienes se acudió, porque es a los ayuntamientos a donde va todo el mundo como la administración más cercana.
Poquísimo se ha mencionado el trabajo de esos servicios sociales que, con exiguos recursos, no cerraron ni un solo día e hicieron frente como pudieron a la mayor emergencia humanitaria que hemos vivido desde los años cuarenta. Si no se pasó más hambre fue, en gran medida, por lo que se hizo desde allí. Las oficinas de los servicios sociales se llenaban al mismo ritmo que las urgencias de los hospitales. Solo que ahí, hasta hoy, no ha habido demasiado reconocimiento popular.
Y así, un sinfín de trabajadores y trabajadoras de todo tipo (transporte público, seguridad, bomberos, administración de justicia, etc.), que forman la empresa más grande de nuestro país, que es el sector público. Los funcionarios por un lado y la ciudadanía por otro que, en calidad de usuario, materializa sus derechos a través del trabajo y resultado del funcionariado.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ambos conceptos se están disolviendo y con ellos los derechos básicos de toda la ciudadanía.
A través de la privatización y subcontratación de los servicios públicos, la administración ha entrado en una dinámica de balance coste-beneficio, en lugar de asegurar la calidad del servicio público como garantía de nuestros derechos. Un claro ejemplo (entre los muchos que hay) son las trabajadoras del servicio de atención domiciliaria a personas dependientes en el Ayuntamiento de Barcelona.
Mientras Colau se dedica a destruir la ciudad y dejarla como una mala caricatura de sí misma, uno de los servicios esenciales de atención a los más vulnerables está en manos de la empresa privada. Como empresa que es, maximizar beneficios y minimizar costes es su objetivo y lo hacen a costa del servicio al ciudadano. Se hacen menos horas porque la empresa no paga más, se trabaja en peores condiciones porque se les exige a las trabajadoras más rapidez y menos tiempo efectivo con los usuarios y al final, quienes lo sufren son la personas mayores o dependientes que necesitan de ese servicio para subsistir, para asearse o para no vivir entre la suciedad.
Sin embargo, en esta persona, la usuaria, hasta ahora ciudadana con derechos exigibles y garantizables por parte de la administración, al ser sustituida la administración por la empresa, la ciudadana usuaria ha sido sustituida por el concepto ‘cliente’.
Un cliente es aquél que paga por un servicio, cosa que a botepronto es incompatible con la naturaleza de los servicios públicos tal y como los entendemos, al menos hasta ahora. Sin embargo, eso es en lo que se nos está transformando. La diferencia no es baladí, puesto que el ciudadano puede exigir sus derechos, pero el cliente sólo puede exigir que se cumpla con lo pactado y pagado en el contrato.
La disonancia llega cuando el contrato se firma entre administración y empresa, pero sin contar con el que recibe el servicio, que es la persona que, en último término, es quien sí paga con sus impuestos esos servicios que cada vez le llegan más recortados y de peor calidad.
La duda radica en que, a la vista está, cada vez pagamos más impuestos y la administración no ha perdonado ni perdona ni un solo euro que deba a cualquier administrado (excepto si son 5 o 6 millones de euros malversados en el procès, esos los perdonan o si no, los subvencionamos entre todas y todos las veces que haga falta).
Me refiero a que en estos meses de miseria colectiva no ha habido ninguna administración, local, autonómica o estatal, que haya tenido el detalle de dejar de cobrar aunque fueran las puñeteras multas de la zona azul y además han seguido embargando cuentas de particulares en el mismo momento que tuvieran un céntimo más del mínimo inembargable.
Para eso sí somos ciudadanos, para cumplir con nuestras obligaciones tributarias. En ese aspecto la administración funciona rápida y expedita. Y ojo, es completamente necesario pagar impuestos para garantizar los servicios públicos y con ellos nuestros derechos, pero si los servicios públicos desaparecen, desaparecen con ellos nuestra capacidad de exigir el cumplimiento de los derechos.
Hay una voluntad expresa de privatización desde hace años y la hemos sufrido con el colapso de la sanidad pública. El Covid ha desmontado nuestra más profunda creencia, que teníamos la mejor sanidad del mundo. Falta de todo y eso es consecuencia directa de los conciertos con las grandes empresas y de la obligación de sacrificarlo todo en pro del beneficio empresarial. Empresas que también han gestionado muchísimas de las residencias que se convirtieron en cementerios hace un año.
Por eso, llegados a este punto, la conversión de ciudadanía en masa clientelar es un hecho de claras consecuencias. Si eres un cliente con poder adquisitivo, tendrás buenos servicios que te podrás pagar y si no, no te quedará más remedio que acudir a lo poco que quede de servicio público, en manos de las mismas empresas, pero que te darán servicio para “clientes de segunda”. El tipo de acceso a la sanidad, las universidades o las residencias de mayores son algunos ejemplos de la categorización entre clientes VIP y clientes pobres y de cómo va a ser la calidad de vida de cada uno.
Por eso cada vez que se privatiza un servicio, cada vez que se precariza al funcionariado, cada vez que se degrada una instalación, se está atacando la esencia misma del Estado Social y Derecho que creímos consolidado, pero que estamos viendo desvanecerse sin oponer demasiada resistencia, acogotados como estamos por el miedo.
La paradoja es que el miedo a no morir sólo puede ser paliado por una administración pública fuerte y de calidad que no defendemos, porque estamos demasiado ocupados en quitarnos y ponernos las mascarillas cuando nos ordenan.
Un ejemplo más: ante el aumento de contagios de Covid y la presión sobre los Centros de Atención Primaria de salud, la Generalitat de Catalunya dice que no tiene dinero para contratar más personal y ha ordenado que la gente que tenga un contacto con un positivo se quede en casa, sin hacer ninguna prueba.
Esto lo hace mientras garantiza una póliza de diez millones de euros para pagar la posible multa que el Tribunal de Cuentas les va a cascar a los dirigentes independentistas. Resultado: quien tenga dinero para pagarse las PCR lo hará y seguirá con su vida; los que no, cumplirán 10 días de arresto domiciliario como castigo a su pobreza. Porque la pandemia también va por barrios.