Opinión

Sin Samantha no hay Sexo en Nueva York

Momento de monólogo con el público extasiado.
photo_camera Momento de monólogo con el público extasiado.

Esta columna contiene spoilers.

Pocos personajes en la ficción han encarnado a una mujer cuyo objetivo en la vida era la búsqueda y disfrute del placer sexual femenino como Samantha Jones. Un personaje de mujer completamente libre del mito del amor romántico y que hacía gala del disfrute de su cuerpo para su propio placer sin el más mínimo atisbo de culpabilidad. Un personaje de mujer que se reivindicaba en la obtención constante del orgasmo femenino, que ha estado prohibido, escondido y castigado por los siglos de los siglos.

Por si alguien no se ubica, Samantha Jones era la rubia de las cuatro protagonistas de la mítica serie “Sexo en Nueva York”. La empresaria, la triunfadora, la libre, la simpática. Ahora, en la nueva entrega de la serie -llamada “And Just Like That”-, acabadita de estrenar, ha sido sustituida por un personaje “no binario”, encarnado por una actriz a la que caracterizan como hombre pero que sigue siendo mujer a ratos y que acumula todos y cada uno de los tópicos de lo que el patriarcado ha asumido siempre en su imaginario como el de la lesbiana, pero que ahora ha sido rebautizado como “queer”, porque a ratos también se siente un hombre, y por ello la religión posmoderna la perdona y la acepta. Porque ya no es una lesbiana, sino un hombre, aunque sea sentido y a tiempo parcial.

Como fan de la serie y de las películas, como mujer y como espectadora estoy profundamente cabreada por ello.

El cambio en la vida real de la serie se debe a la mala relación entre las actrices Sarah Jessica Parker, Carrie en la serie y también productora de la misma, y Kim Cattrall, Samantha. Obviamente si se llevaba mal con la productora y protagonista lo más normal es que acabaran prescindiendo de Cattrall. Sin embargo, despedir a la actriz no habría tenido porqué suponer fulminar al personaje y mucho menos intercambiarlo por otro que representa exactamente lo contrario de lo que venía representando.

“Sexo en Nueva York” nunca ha sido una serie feminista. Sin embargo, este fenómeno de masas intergeneracional que han seguido millones de mujeres fue evolucionando y al final, nos regaló momentos rompedores y bastante brillantes en lo que a la liberación sexual de las mujeres se refiere, casi todos ellos de la mano del personaje de Samantha Jones.

En el universo de la producción, cada una de las actrices tenía un papel muy determinado. Carrie, la eterna víctima del mito del amor romántico, persiguiendo durante veinte años a un tipo que pasaba de ella, se casó con otra y hasta la dejó plantada en el altar. Con todo el glamour del personaje, pero plantada. Charlotte, la romántica empedernida, que deja su carrera por casarse y tener un hogar dulce hogar, atormentada por sus problemas reproductivos. Miranda, la abogada, y la fea la verdad que, aunque no lo era, todo el rato estaba rodeada por el mensaje subliminal de que las listas no son guapas.

Y ante todo esto, Samantha, la empresaria de éxito que mantenía una relación con un chulazo veinte años más joven que ella al que se permite el lujo de dejar para retomar su carrera, porque no se sentía realizada. Y todo esto ¡ya pasados los 50 años! El santo grial de las mujeres libres de culpa.

Como decía, se podría haber intentado mantener ese contrapeso en los personajes para seguir avanzando en la senda de la ruptura de los tópicos, que tuvo su punto álgido en la segunda película, cuando Samantha es increpada por un grupo de musulmanes ortodoxos en un zoco de Abu Dhabi al ver que llevaba el bolso lleno de condones. Lejos de amilanarse se enfrenta a ellos, condones en mano y les dice bien claro “¡Sí, soy una mujer y qué?!

De eso, la productora y protagonista de la serie ha pasado a generar un engendro en el que todos hablan con la “e” (elle, todes, amigues), en la que la hija puberta de una de ellas no quiere ponerse un vestido horrendo de flores y acto seguido se declara transmasculino, y en la que la sutileza, la gracia y el divertimento quedan sustituidos por una tertulia radiofónica sobre sexo en la que parece súper rompedor preguntar a los participantes si se masturban.

Alguien debería explicarles a los nuevos guionistas que preguntar por la masturbación ya no es ni original. Las mujeres se masturban, no es noticia. Pero claro, como conceptualmente la serie parece haber retrocedido a la época victoriana, Carrie no es capaz de contestar a la pregunta en directo, pregunta que le hace el “no binarie”, que resulta ser su jefa, y la cuál la amenaza con despedirla si no pone “el coño en el asador”. Todo muy soez.

Para acabar de rematar el desastre, el personaje no binario se marca un monólogo rollo “El club de la comedia”, en la que se reivindica como “no binarie y bisexual”, lo cuál es una contradicción en si misma, y acaba con un “¡chúpenmela!” a voz en grito, con el público todo muy fluido también, deshaciéndose en aplausos incluidas las protagonistas, reconvertidas ahora en tres mojigatas, como si las seis temporadas y dos películas anteriores no hubieran existido jamás. Alguien debería también explicarles a los guionistas que eso ya lo dijo hace veinte años Demi Moore interpretando a la Teniente O’Neil, y que ya no pega.

No he tenido oportunidad de compartir este parecer mío con mis compañeras y amigas a la que esta serie nos animó en momentos de depresión o nos inspiró en alguna que otra ocasión, nos enfadó o nos emocionó. Y muchas veces nos identificó. Pero creo que coincidirán conmigo en que de aquella producción de comedia ya sólo queda el glamour de los modelitos. Todo lo demás no existe. La nueva sustituta de Samantha ahora es un “mujero lesbiano”, que es lo que exige el mercado. Y ya no hay sexo en Nueva York.

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