
"El mundo se divide en dos categorías: los que tienen el revólver cargado y los que cavan. Tú cavas"
Rubio
“El bueno, el feo y el malo”
La noche anterior a lo que esto escribo, estuve viendo un programa de TVE 2. Con esto de la pandemia, el estado de alarma y consecuencias tales como el “Aló Presidente” de Pedro Sánchez y los masajes televisivos al gobierno, apenas queda tiempo para ofrecer programación novedosa. Así que, en esta ocasión, se tiró de videoteca y se hizo un refrito. El programa se llamaba, bajo mi criterio muy pomposamente, “Tesoros de la tele”. Del plural deduzco que sucederán más episodios. Tampoco sé si era el primero.
He dicho pomposamente porque los 70 no se distinguieron, precisamente, por el buen gusto. Las patas de elefante en los pantalones, las solapas que parecían alas de avión, el exceso de pelo y maquillaje, chalecos masculinos en forma de U pronunciada cuya parte baja empezaba en el cinturón y acababa en el ombligo, las patillas cortijeras… Debo reconocer que respecto a esas patillas, si bien entonces las odiaba, ahora siento una especie de atracción morbosa que me lleva a intentar dejármelas crecer casi cada sábado por la mañana y cada mañana de domingo corro, cobarde de mí, a afeitármelas tras la bronca de mi hija.
Creo que en esta ocasión se centró sobre un programa del difunto José María Íñigo: “Esta noche, Fiesta”. Los programas del presentador donostiarra, fueron los que del blanco y negro de mi niñez pasaron a alumbrar mi primera juventud. Rememoré cantantes de esas épocas que entonces eran denostados entre los pijos como muy vulgares y que ahora arrasan sin distinción de clase social alguna: Camilo Sesto, la Carrá, etc… En cambio, al difunto Miguel Gallardo sigo sin poder soportarlo.
Es divertidísimo comprobar cómo se hacía televisión a mediados de los 70. Público e invitados fumaban y bebían en los programas de Íñigo sin ninguna clase de tapujos. De hecho, sacaron una entrevista al elenco principal de “Curro Jiménez”, auténtico western español, en la que los cuatro protagonistas salían con lengua estropajosa y ojillos entrecerrados y achispados muy delatores. La verdad es que fui un fan de esa serie en sus tres entregas y aun ahora me sigue gustando.
Los grandes de la época “lo daban todo en el escenario” sin haberse inventando aun el “autotune” (el Photoshop de la voz). La voz de Raphael era diferente a la de Camilo Sesto y ambas muy superiores a las del Gran Julio. En cambio, ahora casi todo suena igual.
Casi al final del programa, se pudo ver un trozo de la entrevista de Íñigo a Sara Montiel. Lo curioso es que se hizo, no era la primera vez, de punta a punta de la sala. La Montiel, siempre en su papel de castiza manchega, chuleaba o eso intentaba al presentador y éste, demostrando unas tablas increíbles, supo torear ese Mihura como si fuera Manolete resucitado.
A finales de los 80, precisamente con Sara Montiel tuve una anécdota muy divertida. Estaba yo en un juzgado de Palma de Mallorca haciendo una diligencia, cuando la oficial de al lado de la que me atendía llamó a la señora María Antonia Abad Fernández para iniciar el trámite con la susodicha.
Por el rabillo del ojo vi como llegaba la citada acompañada de su pareja, un señor elegante de cuidada barba. La oficial le hizo la pregunta de rigor: “¿Es Vd. la señora María Antonia Abad Fernández?”. Cuando la interpelada respondió afirmativamente, reconocí de inmediato la voz de Sara Montiel y me giré en redondo para confirmarlo. En persona era igual de chula que en la tele. Los profesionales que estábamos en esa sala, sabíamos de antemano la siguiente petición de la funcionaria y todos permanecimos muy callados, hasta en tensión, esperando acontecimientos. En el aire, limpio de sonidos, se escuchó el clásico: “Por favor, señora Abad, déjeme su carné de identidad”
Un silencio sepulcral se adueñó de la sala. Parecía que había pasado el ángel de la muerte. Los segundos pasaban más lentos que en la escena del duelo de cualquier western de Sergio Leone. Al rato y como respuesta, todos pudimos escuchar un sonoro, chulesco y rotundo: “NO”. La oficial insistió y Sara, impertérrita, replicó “He dicho que no”. La oficial de justicia, con la habitual empatía del funcionario rebotado y con poca paciencia le sugirió que “Si no le facilitaba el DNI, ya se podía largar por donde había venido; que no le hiciera perder más el tiempo y que no estaba ahí para aguantar pesadas”. Pensé que se iba a organizar la mundial, pero la Montiel, al borde de la apoplejía calló y aguantó sin moverse de la silla.
Nadie hacía nada, esperando quién iba a desenfundar primero. Sería por lo aprendido en “Veracruz”, cinta precursora de los spaghetti western…
Las hostilidades seguían sin desatarse pero nadie desenfundaba. Sara, insinuó un acercamiento: “¿Es indispensable?”. La funcionaria, obligada como Wyatt Earp por el imperativo legal, se mostró igual de despiadada que el sheriff yanqui: “Vd. sabe que sí. Además, nadie va a decir nada y no va a salir de aquí”
Desde atrás, surgió la figura del barbado, que no era otro que su marido Pepe Tous. Con voz tronante espetó: “María Antonia, por Dios, termina ya”.
El matrimonio me miró de soslayo, inquisidor, pidiendo sin palabras que ahuecara. No me moví del sitio ya que mi gestión se había visto interrumpida por el duelo. Mi curiosidad por ser partícipe en el conocimiento de la edad de la artista tampoco era ajena a mi parsimonia y ramoneo.
La funcionaria comenzó a recitar los datos de la declarante en voz alta. La tensión se elevó hasta cotas insospechadas. Finalmente, la oficial marcando mucho las palabras pronunció en voz alta el “Nacida el…” y de repente calló. Con una sonrisa seráfica, miró de frente al matrimonio, devolvió el DNI a la Montiel y dijo “¿Ve? Nadie ha sabido nada”.
Terminé mi gestión y bastante divertido, salí del juzgado no sin aguantarme las ganas de volver al cabo de un rato y preguntar la fecha de nacimiento.