
Sucedió a principios de los 90. Nuestro conocido, yentonces joven, Juan Kocinski de Boadilla-Cifuentes apenas había empezado a ejercer defendiendo choros y demás lumpen variopinto. No sabía muy bien cómo, le llegó un joven al que le habían dado un tortazo con el resultado de hacerle temblar un diente.
El hecho sucedió a la puerta de una discoteca muy tropical de Gavá (población al Sur de Barcelona) ya desaparecida y desde hace unos años reconvertida en Beach Club donde los choros entran en el vestuario, abren las taquillas y se llevan el contenido de las mismas sin que el personal haga nada por impedirlo ni el local haga nada por reparar el daño.
Imagine el lector el panorama de aquella época: noches tórridas de verano en el litoral barcelonés; local situado cerca de la capital catalana; fácil acceso a la playa y al conocimiento carnal (o al menos eso decía); mezcla de tribus urbanas sin demasiados complejos…. El público se empezaba a agolpar en ese antro/templo de la cultura pop y el ligue más o menos fácil.
Como siempre ocurría en las puertas de las discotecas, los porteros de pies planos y con complejo de policía frustrado, imponían su ley: “Caballero, no se permite el acceso con calzado deportivo o calcetín blanco”. O bien, el no menos famoso “Caballero, no está Vd. en condiciones de entrar”. Luego estaban los menos amables y más frecuentes “Tú no entras, payaso”.
En esa época se forjaron leyendas y grandes futuros, miren si no al Sr. Miquel Buch. Ayer portero en la badalonesa Titus y hoy todo un consejero de interior de la Generalidad de Cataluña sin más preparación para ese cargo que la de portero de discoteca y político profesional. ¡Un carrerón!
Volviendo a la discoteca de Gavá, el caso es que un cliente, bastante “tostado” y sin hacer nada por disimularlo se empeñó en acceder al local. El portero le negó la entrada. Al chaval se le calentó la boca y le indicó al portero que dejara de hacer el orangután (apelativo cariñoso que los clientes de algunas discotecas aplican en franca camaradería a las personas que ejercen el control de acceso a esos locales) y le dejara pasar ya que su volumen físico era inversamente proporcional a su volumen intelectual y no daba para nada más.
En justa correspondencia, el portero le contestó con un crochet de derecha acompañado del no menos tierno “Que tú no entras, payaso”. Es curiosa la coincidencia del apelativo “payaso” como despectivo usado tanto en porteros como en “canis” al volante (o sin él) pero con ganas de bronca.
El cliente practicó el vuelo sin motor usando como tren de aterrizaje lo que vulgarmente se conoce como “jeta”. Se interpuso la correspondiente denuncia y el Juzgado donde finalmente se ventiló el asunto fue uno de Barcelona. En la preparación del juicio, un simple juicio de faltas, el letrado Kocinski se debatía en cómo conseguir un considerable aumento de la responsabilidad civil que pudiera aumentar su minuta, ya que el lesionado, a la sazón su cliente, estaba “tieso” y el letrado iba a resultados. El hecho es que no había sido más que un puñetazo sin requerir asistencia facultativa. Es decir, nada de nada.
Acabaría todo en una multita, una escasísima indemnización y a casa. Kocinski se desgañitaba y en uno de sus furiosos paseos para poder darle vueltas al caso recordó un detalle nimio. Volvió al despacho (no existían móviles) y llamó al cliente. Tuvo la suerte de localizarlo inmediatamente y lo citó para ese mismo momento en la oficina. Allí acudió el chavalín y tras relatarle lo sucedido por enésima vez, se volvió a quejar de que le bailaba un diente. De hecho, estaba a punto de caérsele.
Kocinski, repasó el parte médico, tan solo firmado por una enfermera y comprobó que efectivamente sí se recogía el movimiento de la pieza dental. El cliente preguntó el motivo de la premura de la cita y el joven letrado le manifestó que sería una gran suerte que el diente se cayera justo antes del juicio y que, en ese momento, acudiera zumbando a un médico de guardia para que constara que el diente se había caído a resultas del puñetazo del portero y que para eso llevara el parte de primera asistencia donde se recogía la flojera del “piño” (diente).
El cliente preguntó qué pasaría si no se caía el diente y Kocinski le contestó con una pregunta. “¿Quieres cobrar sí o no?”. El cliente esbozó un gesto de complicidad y salió del despacho.
Llegado el día del juicio, el joven apareció con una sonrisa enseñando el feo agujero en la dentadura y blandiendo el parte médico. Entraron en sala y el abogado del portero, mayor y más avezado que Kocinski bromeaba con su cliente que también tenía callo de pisar juzgados. Ambos sonreían condescendientes hacía Kocinski y su cliente.
Se inició el acto de la vista con las tradiciones palabras de Su Señoría: “¿Alguna cuestión previa?”. Kocinski, como acusación particular pero nada ortodoxo, saltó con un ostentóreo “¡Sí Señoría!”. Concedido el uso de la palabra, Kocinski pidió la suspensión del procedimiento ya que debía pasar de juicio de faltas a delito de lesiones por cuanto finalmente el diente se había caído.
Una condena por un delito de lesiones traía aparejada una condena de prisión al portero –que no cumpliría-, pero también la existencia de antecedentes penales lo que impediría al acusado acceder al mercado de trabajo. Lo cual no dejaba de encerrar cierta poética justicia ya que era el portero al que se le negaría un acceso. Para colmo, la discoteca debería apechugar con la insistencia de algún medio de comunicación que estaba muy pesadito con el hecho de que a la entrada de ese local se lesionara a los clientes.
El letrado de la defensa y el magistrado se giraron a Kocinski sin acabar de entender: “Qué tenía que ver la caída del diente para pasar a un delito de lesiones?” Kocinski explicó que en el primer parte ya constaba que, a resultas del puñetazo, el diente estaba muy flojo y que finalmente se había caído. Y que por extraño que pareciera, un diente es un órgano del cuerpo humano. No la dentadura completa, tan solo un miserable diente es considerado según el Diccionario de la RAE como órgano del cuerpo humano. Y, consecuentemente, la pérdida de un órgano acarrea inmediatamente la existencia de un delito de lesiones.
A tal fin sacó una edición del Diccionario de la RAE y la mostró. El juez, sorprendido pero divertido, aceptó el razonamiento y lo pasó a delito. A la semana y sin llegar a juicio, el cliente había cobrado un pastizal y Kocinski una de sus primeras minutas.
“El verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele”
Marco Aurelio, emperador de Roma