Opinión

Exiliados y fugados

Ricardo Gómez de Olarte
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El otro día oí en un restaurante de la Costa Brava el siguiente diálogo entre una pareja de mujeres de la alta burguesía catalana, ninguna de las cuales cumplía ya los cincuenta.

Perfectamente peinadas de peluquería, sendas copas de vino blanco terciadas antes de cenar, jeans ceñidos, y pensamiento más constreñido aún, hablaban en catalán con la desgana propia de las élites que disfrutan de una situación privilegiada gracias al esfuerzo de sus padres:

- Oye, Machado era un escritor español que se exilió aquí en Cataluña, ¿no?

- Me parece que sí, por culpa de Franco.

- Es lo que pasa a la gente que no quiere a Cataluña, que persigue hasta los que no son catalanes.

- Pobre Puigdemont, que sigue perseguido como ese escritor.

Particularmente, lo que me causa una profunda tristeza es la total ausencia de recuerdos escolares, donde, por edad, ambas señoras debieron estudiar al poeta sevillano. O eso o muy malos debieron ser sus profesores para no ser capaces de hacerlas vibrar con esos versos a tan displicentes señoras.

También cabe que su malla provinciana sea tan espesa que proteja a estas mujeres de cualquier influencia cultural ajena al oficialismo cultural (y de cualquier índole) actual.

Antonio Machado

Obviamente ni se me ocurre comparar a Puigdemont con Antonio Machado, el poeta que compuso, entre otros “Campos de Castilla”. La cobardía de uno aumenta la grandeza del otro. Me dieron ganas de pedirles el teléfono para enviarles el “Retrato” de Machado y de paso explicarles las diferencias entre exilio y vulgar y cobarde fuga. Sin embargo, se me ha ocurrido una maldad.

Usar ese “Retrato” para pergeñar otro más hiriente y quizá conseguir que señoras como esas se acerquen al original. Con permiso de D. Antonio Machado, ahí va:

Mi madurez son recuerdos del Pati del Naranjero.

Y de un túnel nada claro donde paso al maletero.

Mi juventud, veinte años en tierras gironinas;

mi historia, algunas subvenciones que recordar no quiero.

Ni un seductor Mas ni un Puigcercós he sido

-ya conocéis mi torpe aliño peluquero-,

más recibí la flecha que me asignó Mammón y amé cuanto pude las riquezas que otros me pagaron.

Hay en mis venas gotas de manga pastelera,

pero mi ansia brota de manantial flamenco;

y, más que un hombre al uso que vive sin doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, un vividor.

Adoro la gastronomía, y en la moderna estética

corté las rosas del huerto de Iceta,

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Me ciñó a las romanzas de los abogados huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una: la mía

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

un verso, como deja el capitán aquella espada:

famosa por la mano servil que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo

—quien habla solo espera hablar como Dios un día—;

mi soliloquio es plática con ese buen amigo

que me enseñó el secreto de la sinvergonzonería.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi holganza acudo, con vuestro dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo forrado de equipaje,

casi millonario, como los hijos de papá.

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