
No es la incorrecta transcripción de la abreviatura de «peseta». Es el acrónimo (de invención propia) de «Paz. Tranquilidad. Alegría. Armonía». Es la expresión de moda. La quintaesencia de la autoayuda de internet. La tabla de salvación de los filósofos de barra. O de los consejos de compañeros de trabajo. Antes era un «Tienes que ser feliz» y ahora es «Tienes que tener paz, tranquilidad, alegría y armonía». ¿Suena muy a Paulo Coelho, verdad? No sé si es de él, pero es igual de cursi y repateante. Esta expresión suele emplearse en aquellas relaciones de pareja en la que una de las dos partes está hasta el entrepuente de la otra parte y le suelta: “Tan solo quiero paz, tranquilidad, alegría y armonía”.
La pareja que recibe tamaña lección de filosofía de autoayuda —la persona teóricamente mala— se pone manos a la obra y, con mucha autodisciplina, pule asperezas. Se traga sapos; modifica comportamientos; pone de su parte, sin rencores y con firme propósito de arreglar las cosas. Pero, al poco, se encuentra con que el esfuerzo no es recíproco. Con suerte, el sujeto —teóricamente bueno— que exigía esas PTAA como única vía para reconducir la relación, reacciona únicamente como consecuencia de que su pareja le exige reciprocidad. Pero no le sale motu proprio; es incapaz de mostrar cualquier iniciativa propia. El «bueno» acaba siendo un gandul que sólo exige PTAA y el «malo» se empieza a estrellar con un muro de silencio. Lo cierto es que la realidad de esa máxima del buenismo acaba siendo mucho más prosaica.
La PTAA se acaba cimentando sobre una pantanosa base de silenciosas paz, tranquilidad, alegría y armonía. Con la excusa de exigir las PTAA, uno se olvida de que también tiene que poner de su parte, de que también tiene que remar contra el viento y la corriente. No sirve exigir y no dar. Y no sirve, porque los roles mutan: el que exigía se vuelve indolente y el exigido acaba por hartarse de esa actitud de pasotismo de todo.
Un día, el teórico «malo» acaba preguntándose: «¿Vale la pena vivir amargado, triste y abatido?». «¿De que me sirve todo el esfuerzo si no me encuentro nada más que silencio y medias verdades?». Otro día, el mismo «malo» teórico acaba cuestionándose si las promesas que le hizo el hipotético «bueno» no fueron sino espejismos para que todo se hiciera a conveniencia y por egoísmo del «bueno». Y, finalmente, llega una tercera fase en la que el «malo» se pregunta «¿Y yo? ¿No tengo derecho a mi propia PTAA? ¿No tengo derecho a un poco de reciprocidad? ¿Por qué no reacciona si no es porque yo causo esa reacción? ¿Por qué tengo que ser siempre yo quien luche solo si somos o éramos una pareja?»
Un día, de golpe, uno se da cuenta de que el buenismo del PTAA no es más que una frase amable para disfrazar egoísmo. Y con mucha —muchísima— suerte, la cosa acaba en un triste y despreciado silencio definitivo. Para cuando el «bueno» quiere hacer el medio intento de reaccionar, llega muy tarde. Resulta que el «malo» no es tan malo y se ha hartado de pequeñas miserias y silencios diarios que, con el correr de los días, se agrandan; o que fue un pobre imbécil que creyó poder recuperar lo que fue y el «bueno» ya había dejado de querer y tan solo buscaba una salida pacífica, tranquila y armoniosa; o mantener la hipocresía de la apariencia.
Eso sí, el «bueno» se acaba hartando de paz, tranquilidad y armonía. ¿Y la alegría? La mataron el silencio y la indiferencia. Del amor al odio hay un paso, y a la indiferencia, un pacífico, tranquilo y armónico paseo.