
Como hoy es jornada reflexión y a petición de mi hija -mi mayor fan- dejo momentáneamente la política de lado. La verdad es que la situación actual, sino fuera para llorar, aburre a las ovejas. Y en Cataluña más.
Es curioso como pasan los años y las tribus urbanas se ven replicadas en los colegios. Pertenezco a las últimas hornadas de la Generación del Baby Boom, cuya teórica circunstancia histórica universal es la de la paz y la explosión demográfica. En la parte que me toca, por edad, nos enteramos de algunas cosas sin acabar de entenderlas del todo. Vietnam, la guerra fría, la muerte de los Kennedy, el fin del segregacionismo, Franco, etc…
En mi colegio, que era de curas y no mixto excepto los dos últimos años, existían una especie de grupos que se repetían, más o menos, de clase en clase. Pijos; “cumbayas/meapilas”; progres/moderniquis; enterados y avanzados en todo; lechuguinos petimetres… En mi caso, como era (y soy) de lágrima fácil fui, por riguroso orden, aceptado y repudiado por casi todos esos grupos. Di en acabar con algunos frikis que flirteaban con los cumbayas/meapilas, que si bien me hartaban sobremanera, en ocasiones prefería eso a la soledad. A medida que fui creciendo, acabé por aceptarme como soy y no tener miedo a esa soledad.
En clase tuve tres amigos muy íntimos. Ni siquiera conservo a dos de ellos. Pero sí lo hago con Blanca S. y Juan Y. (que era de otra clase). De hecho, me precio de mantener todavía muy vivas esas dos amistades.
Los pijos, ricos o pobres, fueron el germen de la actual sociedad burguesa catalana. Los hijos de los industriales textiles o de lo que fabricasen, con el advenimiento de la democracia, abandonaron la barra del Bocaccio por la del Up&Down; la etílica oposición a Franco desde la mesa de La Puñalada por los manteles de Can Roca pagando con billetes de 500 euros; la intolerancia a los socios recién llegados al Real Club de Polo por el agasajo a las Pilares (Rahola y Eyre) –que no pilares- de la prensa barcelonesa en ese mismo elitista club.
De las dádivas a ministros franquistas y posteriores donaciones al Opus pasamos al soborno zafio y grosero a las huestes del partido político de turno. Conocí a un empresario que en los 80 y 90 citaba a los representantes de todos los partidos políticos en la habitación de un hotel de Barcelona, a diferente hora, y les pagaba en consonancia con la importancia que pudieran tener cada uno de ellos según el criterio del pagano. Ni uno de esos partidos dejó de acudir jamás. El empresario ni siquiera se acercaba a la habitación, mandaba a su contable, mientras él se reía con las grabaciones en otra.
Los “cumbayas/meapilas” dieron paso a los comprometidos de hoy, siempre creyentes en la bondad infinita del ser humano. Antes más dados a misas de campo y entender el comunismo de salón como una filosofía a tener en cuenta. Ahora más tendentes al buenismo, a las filosofías zen y a las autoayudas.
Los progres y moderniquis eran los que directamente y a tan temprana edad querían estar siempre en la pomada. Los más a la moda (aunque fueran ridículos en la mayoría de los casos). Iban a los baretos y discotecas mega guais de la muerte. Constituían o querían constituir la espuma de la época: vacía, huera pero bien pensante y aceptada socialmente. Nunca consiguieron ser la sal de la tierra.
Los frikis de entonces, mucho menos acusados que actualmente, poseían las mismas características básicas que los de ahora. Solo que los diferentes objetos de culto eran menores y menos profusos: motos, coches, futbolistas, cine y música. Y ya. En las chicas, había que añadir cantantes, ropa y restar el motor y el fútbol. En mi caso, debo añadir que de ser un obseso de los tebeos pasé a El Jueves y después a Makoki y El Víbora. Frikismo puro.
Me consta que en los colegios de niñas, la cosa era poco más o menos igual. A las mismas tribus femeninas había que añadir un grupo más: el denominado de “las putillas”. Eran aquellas chicas precoces con la misma promiscuidad que la que puedan tener los postadolescentes varones. Salvo que por el machismo de la época, en las niñas estaba muy mal visto y en los niños eran los ligones. Según me cuenta mi hija, la cosa no ha cambiado.
Muy a finales de los 70 y sobre todo en los 80, empezaron a asomar en los institutos algunas tribus más: punkies, skins, hippies, heavies, ultras deportivos y un grupo que siempre me fascinó y que ya pillé iniciada la facultad: los siniestros. Porque primero fueron siniestros, luego pasaron a llamarse góticos y después “emos”. En cada cambio, perdían fuelle, empaque y credibilidad. Cada denominación nueva era la versión más pálida de la tribu inicial.
Les gustaba, como todavía me pasa, Depeche Mode y sus letras proclives al mundillo Dominación vs sumisión. A muchos góticos les confundía la estética y les hacía creer que The Cure eran también de la onda siniestra cuando no lo era más que el cantante y la puesta en escena del videclip de una única canción: Lullaby. Hubo un bar en PobleNou, el 666, ambientado en ese sentido exclusivo. De ahí surgió la saga Crepúsculo. De la versión anterior, “Entrevista con el vampiro”. De la anterior, “Nosferatu” de Werner Herzog…
La heroína comenzó a correr sin freno y la juventud, en toda su extensión, no quería aspirar a usar los referentes de sus padres. Queríamos nuestros propios espacios, que pensábamos tan rompedores, y no dejaban de ser otros –igual de malos o buenos, válidos o inválidos- como los de nuestros padres.
Ahora que soy padre, mi hija me comenta los diferentes grupos que hay en su clase y por lo que veo, a excepción de la tecnología, nada ha cambiado; masa normal, frikis, deportistas, putillas (aunque se supone que no se debe decir), modernas y modernos, enterados, progres… Tan solo cambian los gobernantes que nos van adocenando cada vez más y mejor y algo de maquillaje en el lenguaje.
“Cuántas veces me acuerdo
de vosotras, lejanas
noches del mes de junio, cuántas veces
me saltaron las lágrimas, las lágrimas
por ser más que un hombre, cuánto quisemorir
o soñé con venderme al diablo,
que nunca me escuchó.
Pero también la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.”
Noches del mes de junio
Jaime Gil de Biedma