Opinión

Afganistán: regreso al pasado

Ilustración de Pepe Farruqo
photo_camera Ilustración de Pepe Farruqo

Los talibanes han entrado en Kabul. Han conquistado Afganistán en un abrir y cerrar de ojos. Sin la necesidad de pegar un tiro. Lo han hecho con sigilo, a espaldas del mundo. Incluso su imperiosa entrada en la capital ha sido discreta. Sin ríos de sangre. Estos sujetos arcaicos, autorecluídos en las montañas afganas desde 2001 y que ahora parecen haber surgido de debajo de las piedras, han aprendido en estas dos décadas una nueva estrategia: la imagen de cautela durante los primeros días será vital para su supervivencia en el poder y les permitirá alejar el foco de las cámaras occidentales. Después del apagón mediático, Afganistán quedará sumido, de nuevo, en un orden anacrónico regido por leyes tiránicas y primitivas. 

Desde el confort y el desconocimiento de Occidente, por no decir desinterés, hemos tratado de entender este impás de veinte años de historia: desde que los talibanes fueron fulminados del poder en 2001 hasta su fotografía en el palacio presidencial de Kabul la pasada semana. Estos barbudos de turbante y chilaba parecen haber brotado como las setas después de un periodo de lluvias. Los líderes mundiales han mostrado su estupefacción ante esta aparente inesperada victoria que ha arrasado Afganistán. Pero hay quien lo sabía. Para entender el presente hay que conocer el pasado. Y el nacimiento de los talibanes, como el de tantos otros grupos integristas, va ligado a las intervenciones de los Estados Unidos, los abanderados de la democracia mundial. Los mismos que ahora han salido por patas abandonando a la población afgana a su suerte. 

De aquellos polvos, estos lodos

Hay que remontarse a la Guerra Fría para entender el surgimiento de esta ideología fundamentalista islámica. Allá por los ochenta, cuando la todavía URSS y Estados Unidos jugaban a disputarse la hegemonía mundial en escenarios ajenos para no causar estropicio en los propios, (y, todo sea dicho, para evitar volar por los aires el mundo en un combate directo entre dos potencias nucleares), los Estados Unidos entrenaron a los locales para expulsar a su eterno enemigo de Afganistán. Los norteamericanos proporcionaron armas, dinero y adiestramiento militar a las guerrillas afganas, los Mujahideen, que combatieron con uñas y dientes contra la Unión Soviética durante más de una década. 

Cuando los soviéticos abandonaron Afganistán, en 1989, el país quedó sumido en el caos tras el colapso del gobierno afgano. Con un país hecho trizas, sin un gobierno legítimo a los mandos y gravemente debilitado por una guerra devastadora, comenzaron a surgir grupos paramilitares organizados por señores de la guerra. Esta situación convulsa conformó el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de los talibanes, radicales curtidos en el campo de batalla y financiados por Arabia Saudí. Fue así como en las escuelas coránicas del norte de Pakistán y del sur de Afganistán, en la zona de Kandahar, los estudiantes (en árabe taliban), comenzaron a organizarse para luchar contra los señores de la guerra, contra sus batallas religiosas y étnicas entre pastunes, tayikos, uzbekos y un largo etcétera de tribus, y para acabar con la corrupción que asfixiaba al país. Esto lo harían borrando cualquier signo identitario o de distinción. Homogeneizarían el país con mano de hierro, imponiendo la más dura ley de la Sharía y la más radical interpretación del Corán como única ley válida en el país.

El tiránico gobierno talibán duró desde 1996 hasta 2001. Fueron los ataques terroristas contra las Torres Gemelas, perpetrados el 11 de septiembre de 2001 los que marcaron un punto de inflexión en la supervivencia del régimen. El macroatentado perpetrado por Al-Qaeda, organización terrorista a la que los talibanes ofrecieron protección en su territorio, puso precio a sus cabezas. Cuando los estadounidenses se enteraron de que el ataque que se cobró la vida de 2.977 personas fue planificado en el santuario de Al-Qaeda en las montañas de Afganistán, las fuerzas de la coalición liderada por los Estados Unidos intervinieron el país como parte de su estrategia para lucha contra el terrorismo mundial y defenestraron al régimen talibán. 

Una obligación moral

Aunque en los últimos años Afganistán ha intentado resurgir de sus cenizas y ha conseguido instaurar una democracia, aunque muy débil, lo ha hecho siempre de la mano de potencias extranjeras que enseguida han perdido el interés por restaurar un régimen democrático que no es el suyo. Como suele ser habitual, la misión de la coalición occidental ha resultado ser un fiasco y no ha servido para contener al islamismo radical.

Ahora, Joe Biden ha anunciado que se retira del tablero de juego. Abandona Afganistán. El recién electo presidente de los Estados Unidos se ha atrevido a pronunciar ante las cámaras, sin pestañear, que “los estadounidenses no pueden ni deben luchar o morir en una guerra que los afganos no están dispuestos a luchar por sí mismos”. El demócrata no solo ha culpabilizado a los ciudadanos de las consecuencias de las políticas imperialistas de su país sino que además se ha atrevido a zanjar la cuestión afirmando que esta no es su guerra. Sin paños calientes. Pero sí lo es. Lo es desde que Estados Unidos se involucró en la guerra ruso-afgana, apoyando a los grupos de guerrilleros islámicos. La permanencia de los estadounidenses en el momento más crítico de la historia reciente de Afganistán ya no se trata de una cuestión política sino moral. El pueblo afgano no merece que, después de todo, la coalición internacional les de con la puerta en las narices.

Pero, además de no merecerlo, la de Biden parece una decisión poco inteligente. Algunos analistas advierten ya de la peligrosidad que supone entregar Afganistán a los talibanes. Occidente corre el riesgo de que se convierta en el nido de víboras que algún día fue y atraiga, de nuevo, a grupos terroristas como Al-Qaeda o el Estado Islámico. En ese caso, Estados Unidos pasaría a estar en el punto de mira de los grupos yihadistas. ¿Sería entonces una cuestión prioritaria para la política exterior estadounidense?

Una huida a contrarreloj

Mientras la ONU y los dirigentes se reúnen, sin mucha premura, en despachos y cumbres de (poca) emergencia, los talibanes comienzan a ir puerta por puerta buscando a desertores, actores, cómicos, periodistas, políticos o exmilitares para aniquilarlos. El tiempo se ha agotado para los afganos, que se agolpaban ante el aeropuerto de Kabul con la esperanza de subir a un vuelo de evacuación. La única opción para ellos era la de sortear a la muchedumbre desesperada y superar los checkpoints controlados por los talibán para alcanzar Abbey Gate, la puerta que, aunque no está presidida por San Pedro, los liberaría del infierno. 

Comentarios