Opinión

Cuando se la meten doblada al periodista

La denuncia falsa de un joven en Malasaña ha puesto en evidencia a la prensa | Pixabay
photo_camera La denuncia falsa de un joven en Malasaña ha puesto en evidencia a la prensa | Pixabay

Nos lo hemos creído. El testimonio de un chico que aseguraba haber sido víctima de ocho encapuchados que, en el portal de su propia casa, lo agredieron salvajemente con un cúter y le grabaron la palabra “maricón” en el glúteo, nos resultó verosímil. Aunque enseguida surgieron voces discordantes cuando la policía filtró las dudas surgidas durante la investigación de un puzzle en el que las piezas no acababan de encajar, lo cierto es que la sociedad se volcó y se solidarizó con la que parecía ser la última víctima de la homofobia en este país. Nos lo hemos creído, sí. Y lo hemos hecho porque, por desgracia, el elevadísimo repunte de casos homófobos de los últimos meses sitúa estos ataques en el plano de lo creíble frente a lo improbable. 

Y allí estábamos todos los periodistas. En primera fila. Dándonos codazos por dar la noticia del día, más pronto que tarde. El lunes 6 de septiembre, cerca de la hora del cierre de los diarios, saltó la información a la prensa. Eldiario.es la adelantaba. La policía la confirmaba. Y, el resto, escandalizados por lo sucedido, telefoneábamos a nuestros directores para modificar el orden de las informaciones del día siguiente. Había que darle prioridad. 

La prensa está vendida

Pero la prensa, al igual que el protagonista de esta historia, se ha quedado con el culo al aire. Esta mentira ha venido a darnos una bofetada de realidad. El deber de los periodistas es el de contrastar la información por diversas fuentes. Siempre. La piedra angular sobre la que debería girar esta profesión es la verificación de los hechos. Pero bien es cierto que, el apresuramiento con el que se nos exigen los contenidos en esta era de la democratización de la información, de las fast food news, a veces nos lo impide. En otras ocasiones, el fact-checking simplemente no está al alcance de nuestra mano y lo confiamos a las autoridades, a la judicatura o a otra serie de agentes, como las víctimas mismas, con los que trabajamos codo con codo. En estos casos, si la fuente oficial nos cuela una falacia, con o sin premeditación, con buena o mala intención, con o sin alevosía, la prensa está vendida. 

El precio de la “libertad de expresión”

La instrumentalización de los medios de comunicación por parte de unos y otros para moldear la opinión pública a su antojo es una práctica, desgraciadamente, cada vez más habitual. Los medios de masas, aunque también los más modestos, han antepuesto los intereses de sus patrocinadores o de importantes fuentes amigas a la libertad de expresión y al derecho a la información de la que deberían gozar los ciudadanos. Informaciones contrapuestas que unos omiten, los otros resaltan y que todos atizan en ese polvorín tóxico en el que se han convertido las redes sociales y que terminarán matándonos a todos de una “infoxicación”. 

El varapalo que supone asumir que se ha actuado desde la celeridad y desde el sensacionalismo, es un duro golpe para la prensa. No obstante, esta lección debería servir para reflexionar sobre la presión con la que, a diario, nos vemos obligados a trabajar. La carrera por la exclusiva nos coloca, a menudo, al filo del precipicio entre el éxito y la mala praxis. Y, aunque para algunos medios y partidos casposos esto suponga una buena noticia, una baza con la que desprestigiar de nuevo a un colectivo ya señalado, lo cierto es que eventualidades como esta manchan la reputación y el prestigio de la profesión al completo. 

Malos sí, pero no tanto

Nos lo hemos creído, sí, incluso cuando no deberíamos haberlo hecho. Los medios no han desempeñado correctamente su trabajo o, al menos, lo han hecho solo parcialmente. Pero esto no quita que, gracias a la prensa, el mundo sea un lugar un poco mejor. Los grandes profesionales de este campo así lo han demostrado. Han aireado las vergüenzas de gobiernos corruptos, han destapado auténticas aberraciones en el seno de la Iglesia poniendo nombre y apellidos a los abusadores que durante años sometieron a miles de niños, han denunciado decenas de casos escandalosos de bebés arrancados de los brazos de sus madres para ser entregados a otras mujeres, eso sí, más pudientes y, sí, también han dedicado ríos de tinta a denunciar el acoso y la violencia hacia colectivos históricamente discriminados. Malos sí, pero no tanto. 

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