
La semana pasada, el majestuoso edificio del Palau de Justícia fue testigo del testimonio desgarrador de 14 menores que, entre sollozos y con la voz entrecortada, fueron narrando, uno por uno, cómo presuntamente el único acusado, mayor de edad en el momento de los hechos, los obligó a compartir archivos de contenido pornográfico a través del chat privado de una popular red social. Día tras día, durante casi seis meses.
En la última fila, apenas dos bancadas detrás del acusado, los pocos periodistas que acudimos a cubrir el juicio escuchábamos con atención los relatos de los adolescentes, tomando nota en nuestros cuadernos y balanceándonos en silencio para no perdernos detalle de las reacciones del acusado mientras escudriñábamos el otro lado del biombo que protegía a las víctimas del presunto depredador. Detrás de la mampara coja que una resuelta funcionaria se molestó en colocar para no violentar, más si cabe, a los menores, se sentaba un joven: el principal sospechoso. Un ser de carne y hueso, con camisa de cuadros empapada en sudor, gafas de pasta y un pendiente en la oreja. Sin embargo, los menores se referían a él como un ente abstracto, aunque autónomo. Como una especie de bot malicioso que alguien hubiera programado para interactuar con ellos.
“La cuenta me pedía que le pasara fotos desnuda”, “la cuenta me obligaba a hacer videollamadas de contenido sexual”, “la cuenta me escribía cada día, de madrugada”, “tenía las notificaciones en silencio para no escuchar cuando la cuenta me escribía, me producía ataques de ansiedad”. Eso que ellos llaman "la cuenta", como si de un capítulo de Black Mirror se tratase, llegó a controlar sus vidas. La cuenta sabía dónde estaban, cómo vestían, a qué colegio iban e incluso dónde vivían. Lo sabía todo sobre ellos. La cuenta llegó a introducirse en sus cabezas en forma de pensamientos paranoides.
El anonimato tras la pantalla
El juicio de la semana pasada difícilmente determinará quién tecleaba, al otro lado de la pantalla, los mensajes que destruyeron la infancia de 14 niños. Quién, con amenazas y coacciones, perturbó el desarrollo libre y sano de la personalidad y la sexualidad de estos adolescentes. Los abogados defensores sostienen la teoría de que su defendido sufrió un hackeo, que usurparon su identidad y que él no es más que otra víctima del macabro plan de este depredador sexual. Sea como fuere, y fuese quien fuese, la red social en cuestión se lo puso fácil a este depravado.
“@pericodelospalotes202 abusaba de mí, me sentía violada por él”, dijo una de las chicas en referencia al nickname que la obligaba a practicar actos sexuales en contra de su voluntad bajo amenazas, incluso, de muerte. “Tenía miedo en la calle pero también en mi propia casa”, continuó la joven. La plataforma que dio amparo al abusador de menores bajo un nombre de usuario ficticio fue Instagram. La app, que no solicita ningún documento que acredite la identidad real de quien se esconde tras la pantalla, lo blindó con el anonimato que necesitaba y le ofreció todo un catálogo fotográfico de posibles presas, todas ellas menores de edad. Durante seis meses, Instagram nunca detectó el envío de archivos de pornografía infantil ni las videollamadas sexuales protagonizadas por menores a través de su chat de mensajería instantánea. Si lo hizo, no actuó. Resulta cuanto menos sorprendente que una aplicación como Instagram, que cuenta con sistemas automatizados para detectar el pezón de una mujer en cuestión de minutos y censurar la imagen por considerarlo “desnudos o actividad sexual'' no alertara de lo que, en sus entrañas, estaba sucediendo.
La app se autopercibe como tóxica
Que Instagram oculta su cara oscura, ya lo sabemos. Esta misma semana se ha filtrado un informe interno en el que la propia compañía reconoce que la app “es nociva para la salud mental de los usuarios y daña la autoestima de una de cada tres adolescentes”. El hecho de que Instagram contribuye a una comparación tóxica con respecto a otros usuarios, es real. Que incentiva un modelo ideal de vida, la perfección de un cuerpo, en muchas ocasiones, ficticio, lujos y riquezas que le hacen sentir a uno casi un pobre desgraciado, es casi una evidencia. Que, además, la plataforma interpela al usuario creando toda una serie de falsas necesidades para, a continuación, ofrecerle el producto entre sus anuncios, también. Pero esto va mucho más allá.
La vorágine de las redes sociales nos ha engullido a todos como un tsunami. Niños y adultos hemos entrado, sin saber muy bien cómo, en una dinámica que ha terminado por arrastrarnos hasta el fondo. La corriente nos ha atrapado en un mundo del que si te vas, si sales, dejas de existir. Permanecer dentro nos asusta, pero el vértigo de abandonar las redes y sentirnos excluidos del grupo y de su aceptación, nos aterra todavía más.
Atrapados en la red
“En 15 minutos continuaremos con las periciales”, interrumpió mis pensamientos el juez. Ahí seguía yo, al final de la sala, observando el creciente cerco de sudor en la espalda del acusado, flanqueado por dos Mossos d’Esquadra que, ahora, lo engrilletaban de nuevo. Pensé en borrarme la app. “Sí, eso haré”. Esperé a que se lo llevaran y salí al pasillo con el teléfono móvil. Era mi primer juicio en el Palau de Justícia. Me senté en un rincón apartado de la Sala, buscando evadirme de todo aquello que había escuchado y que me hacía sentir repulsión. La ventana estaba abierta. Observé la imponente arquitectura del edificio centenario. Un trabajador barría las primeras hojas caídas por la proximidad del otoño en un patio interior adornado por frutales. El sol del mediodía iluminaba la piedra. Capturé la escena en una fotografía. Deslicé el dedo por la pantalla probando los filtros y, de forma inconsciente, ¡joder!, la publiqué en Instagram.