
La sexta sesión del juicio por los atentados del 17-A ha girado en torno a la figura de Younes Abouyaaqoub, el conductor de la furgoneta que embistió a un centenar de peatones en Las Ramblas provocando la muerte a 14 personas. Posteriormente, el terrorista emprendió una huida desde Zona Universitaria (Avenida Diagonal) donde asesinó a Pau Pérez. El joven se encontraba estacionando su vehículo cuando se encontró con Abouyaaqoub, que le asestó una puñalada mortal en el tórax. El terrorista huyó hasta Sant Just Desvern con el vehículo de la víctima y con el cadáver del propietario entre los asientos traseros.
Los que conocieron a Younes Abouyaaqoub se refieren a él como un joven muy educado, que evitaba los conflictos y muy tímido. Sus compañeros de instituto se sorprendieron al conocer que había sido él el autor de la masacre porque nunca había mostrado comportamientos violentos o agresivos hacia ellos.
Aunque nació en la localidad marroquí de M’Rirt se trasladó con sus padres y sus cuatro hermanos a España a la edad de ocho años. A pesar de ser un joven respetuoso y tolerante, tal y como recoge en su libro Los silencios del 17-A la periodista Anna Teixidor, en alguna ocasión, Younes trasladó a sus profesores y trabajadores sociales el malestar que le causaba que se refiriesen a él como “el moro”. Este apelativo discriminatorio originaba en el joven un combate interno sobre su identidad. Younes añoraba Marruecos, su país origen y en el que había pasado su primera infancia, mientras se debatía en encontrar su lugar en España, el país donde pasaría la mayor parte de su vida. Younes vivía en tierra de nadie, dividido entre sus dos mundos: su Marruecos natal y al que su madre seguía aferrada, ya que no había aprendido ni castellano ni catalán, pero que él apenas había llegado a conocer, y España, el país que lo acogió de niño pero en el que nunca se sintió plenamente integrado.
Un año antes del atentado, el joven empezó a mostrar señales de que algo estaba cambiando. A pesar de que el fútbol era su pasión, dejó de frecuentar el campo. También se apartó de su grupo habitual de amigos y empezó a quedar solo con los jóvenes que componían la célula terrorista de Ripoll. En el verano anterior al atentado, Younes, que todavía frecuentaba un bar de shishas con Moha, dejó de ir definitivamente. Además, aunque no se le conocía novia formal, dejó de ver repentinamente a algunas chicas marroquíes con las que tenía más afinidad sin dar ninguna explicación al respecto. En esta época el grupo comenzó a viajar con frecuencia a Francia, Bélgica o Suiza, aunque se desconocen los motivos.
En contra de lo que se podría pensar, estos jóvenes fácilmente manipulables por sus escasísimos conocimientos religiosos, a excepción de Moussa Oukabir, buscaban en la pertenencia grupal una reafirmación identitaria. En el año de los atentados ya habían traspasado la frontera que separa el proceso de radicalización de pensamiento de la radicalización violenta. A lo largo de estos tres años nos hemos preguntado repetidas veces si se podría haber advertido este giro ideológico por los cambios de hábitos que los jóvenes estaban experimentando.
Entre la prevención y el estigma
En algunos estados como Francia o algunos programas como el PRODERAE, implementado en Cataluña, se apuesta por la advertencia de ciertos indicadores para alertar sobre un posible proceso de radicalización. El mayor problema reside en que estos indicadores se basan en la detección de cambios de apariencia. Por ejemplo, el uso repentino del velo, la marca de la oración en la frente, la barba sin bigote, etc., o ciertas prácticas como que una persona deje de ir a la mezquita para rezar en otro espacio o deje de beber alcohol, hablar con mujeres o salir de fiesta. Su uso, en un contexto en el que miles de personas encajarían dentro de estos parámetros, podría despertar la sensación de una sospecha generalizada sobre una determinada comunidad religiosa.
Además, su uso no se basa en evidencias empíricas y supone asumir que existe una relación causal y directa entre el extremismo cognitivo y legítimo, y el extremismo violento. Pese a que su uso está extendido en algunos países, estos indicadores carecen de cualquier base científica que acredite que la presencia de estas señales permita evidenciar que una persona ha iniciado un proceso de radicalización. Solo en los casos en los que se detecten una serie de indicadores físicos sumados también a ciertos cambios en el comportamiento podrían señalar que algo está cambiando en ese individuo, pero ni siquiera entonces esto nos aseguraría que el cambio se adscribe a este fenómeno y no a otro.