
Son poco más de las once de la mañana de cualquier martes en el parque de Antoniutti de Pamplona. Algunos viandantes con maletines y mochilas cruzan a esa hora por el céntrico jardín hacia alguna parte a paso ligero. Los jubilados y los paseadores de perros se han detenido y, observan desde el césped, móvil en mano, una escena que parece haber turbado la cotidianidad del barrio.
El plano se abre para descubrir a un varón caucásico con una barba postiza, pelirroja y tiesa, que alza las manos hacia el cielo y pronuncia con un forzado acento árabe: “¡Allah! ¡Misericordia!”, en lo que parece un intento de construir de manera burda un pareado improvisado. Lleva una gorra oscura encasquetada hasta las cejas, pero que no alcanza a disimular la frontera entre su color natural de cabello, negro y canoso, con el inicio de la barba falsa que le han colocado sin gracia. Va ataviado con una sudadera bajo la que parece esconder varios bultos, a medio camino entre el vendedor de la gabardina y un rey mago, y con las manos adornadas con varias pulseras, entre las que destaca una de la bandera de España. El show continúa ante la estupefacción de los vecinos mientras el sujeto repite como un mantra, “Allahu Akbar, Allahu Akbar”, con un acento que está a la altura del texano de Bush.
A escasos metros de él dos hombres observan la bizarra escena, impasibles. Se mueven muy despacio, de forma errática, como cuando uno le pide a un fotógrafo que lo inmortalice en lo que pretende ser una pose natural mientras camina, pero acaba emulando un torpe moonwalk. De pronto, el de la barbas de león de la Metro, desenfunda un sable árabe que bien podría haber sido robado del attrezzo de Las mil y una noches y los derriba con un movimiento torpe.
En ese momento, varios agentes de la Policía Nacional entran en escena haciendo mucho escándalo. Descienden de un furgón ocultos tras los pasamontañas, protegidos con aparatosos escudos y armados hasta los dientes con subfusiles y disparan mortalmente al pretendido terrorista que cae, como en una película de bajo presupuesto de sobremesa de fin de semana, primero sobre las rodillas y después, como un pesado saco sobre el asfalto. Una voz femenina anuncia por megafonía la finalización del simulacro. ¡Ha sido todo un éxito!
Un miedo infundado
Dejando de lado lo ridícula que resulta la escenografía, tanto la teatralización como la caracterización del personaje están cargadas de estereotipos. El hecho de plantar a un actor en mitad de un parque con un disfraz que pretende representar elementos culturales y religiosos es en sí mismo, además de una apropiación cultural irrespetuosa, un hecho a todas luces xenófobo. Pero, además, lejos de aportar algún valor cultural, lo único que consigue es avivar un alarmismo social injustificado y profundizar la brecha que nos separa de determinadas culturas, simplemente, por desconocimiento. Además, la recreación de escenas en las que se demoniza una determinada estética, que aparece representada como un peligro aunque, a priori, no lo sea, despierta en el espectador un miedo infundado. El hecho de que, se adorne con consignas religiosas islámicas genera en la población una confusión y un rechazo hacia la comunidad musulmana, que nada tiene que ver con el salafismo yihadista.
¿Para ser europeo hay que parecerlo?
El numerito, además, se tilda como un ataque AMOK. No obstante, se denominan como AMOK aquellos incidentes en los que el autor experimenta una ira repentina, irrefrenable e inconmensurable contra aquellos que encuentra a su alrededor, a los que ataca de forma violenta e indiscriminada. Sin embargo, un ataque AMOK no tiene por qué estar precedido por un proceso de radicalización sino que puede responder a otras cuestiones como alteraciones psíquicas. Por eso, la caracterización del actor como una persona de origen árabe no está de ninguna manera justificada. Tampoco la estética barbuda (y ya no digamos el acento) es reflejo fidedigno del grueso de los terroristas yihadistas que perpetraron un ataque en Europa, dado que la mayoría de los autores habían nacido o crecido aquí.
Muerto el perro se acabó la rabia
La guinda de este pastel, envuelto en una cinta con la bandera de España (eso que no falte), lo pone el rimbombante abatimiento, a tiros, del falso actor solitario ante un público atónito. Uno casi podría esperar a que la voz amable al otro lado del megáfono pronunciase un “Muerto el perro, se acabó la rabia”. Pero lo cierto es que esta clase de escenas no hacen más que perpetuar lógicas racistas que confunden prácticas religiosas con un comportamiento criminal. En lugar de invertir tantos medios en señalar a parte de la población, que podría sentirse estigmatizada y discriminada (uno de los principales factores de riesgo para que se inicie un proceso de radicalización) estaría bien comenzar por hacer un poco de autocrítica, deconstruir las ideas postcoloniales y dejar de escudarnos en la seguridad para perpetuar la xenofobia.